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Derechos sagrados y derechos inventados

El concepto de derechos  humanos es sumamente importante pues establece aquellas potestades de los ciudadanos que nadie, ni individuos ni gobiernos, pueden negar o violar. Si lo hacen incurren en violaciones serias y punibles de la dignidad humana. Ellos suponen que todo ser humano, por el mero hecho de serlo, nace con una serie de derechos que le son irrenunciables, inalienables, o, en cierto sentido, sagrados.

El origen de esta conciencia o sensibilidad hacia esos derechos tiene una raíz religiosa: la admisión de que el hombre y la mujer no son los simios premiados por la evolución sino criaturas hechas por su creador a su imagen y semejanza. Amadas por Él, y para quienes Él exige el mayor respeto y consideración. El cristianismo influyó decisivamente en esta dirección al exaltar además la igualdad radical de todos los seres humanos. Como lo expresó San Pablo en Gal 3:28: “No hay judío ni griego; no hay esclavo ni libre; no hay hombre ni mujer; porque todos sois uno en Cristo Jesús.»

La Declaración de Independencia de los Estados Unidos lo expresó explícitamente: “Sostenemos como evidentes estas verdades: que todos los hombres son iguales; que son dotados por su creador de ciertos derechos inalienables…” Hoy día las legislaciones laicas predominantes no mencionan a Dios, pero han asumido como axioma la visión cristiana del hombre. Lo refleja de nuevo el preámbulo de la Declaración Universal de los Derechos Humanos de las Naciones Unidas de 1948, al considerar “que la libertad, la justicia y la paz en el mundo tienen por base el reconocimiento de la dignidad intrínseca y de los derechos iguales e inalienables de todos los miembros de la familia humana”.

Una de las implicaciones de esta premisa es que tales derechos no derivan ni son otorgados por la voluntad de ningún cuerpo legislativo o institución humana, sino que son anteriores a ellas; son naturales y nacen con el ser humano. De esta concepción brota la lista de derechos inalienables, innegociables, universales y absolutos, que sencillamente se le reconocen. Dos de los primarios en la Declaración son el derecho a la vida y a la libertad (art. 3). Luego vienen otros que derivan de estos, como, por ejemplo, no ser sometido a torturas ni a penas o tratos crueles, inhumanos o degradantes” (art. 5), ni ser arbitrariamente preso, detenido o desterrado “(art. 9), el derecho a salir de cualquier país, incluso del propio, y a regresar a su país” (13,2), a no ser privado arbitrariamente de su propiedad, (17,2), a tener libertad de pensamiento, de conciencia y de religión; … así como la libertad de manifestar su religión o su creencia, individual y colectivamente, tanto en público como en privado…” (art. 18), y muchos más. Todos ellos, precisamente por su naturaleza o procedencia, son derechos que deben ser conocidos y proclamados insistiendo en su carácter sagrado o inviolable.

Un problema al respecto es el estallido moderno de pretendidos derechos que suenan hermosos, que meten ruido, pero que confunden. Son aquellos que desconocen la diferencia entre los derechos que obligan, con aquellos que meramente indican un bien o un privilegio al que se puede aspirar, pero sin engendrar obligaciones. Yo tengo, por ejemplo, derecho a comprarme un auto. Nadie puede obligarme a no hacerlo. Pero nadie tiene tampoco la obligación de proporcionármelo. Sin embargo, hay legislaciones o políticos que so pretexto de justicia social reclaman como derechos lo que más bien deberían llamarse aspiraciones sociales: como tener “una vivienda digna”, o transporte adecuado o estudios universitarios gratuitos, o buenos salarios.

Nadie puede negar que es un anhelo legítimo tener todos estos bienes y que los Estados deben esforzarse en crear condiciones que los faciliten. Pero no hay que desconocer la responsabilidad de quienes los exigen. Decía San Pablo en 2 Tes. 2:10: “Quien no trabaje que no coma”. La implicación es que tanto el sustento como los demás bienes hay que ganárselos con el esfuerzo personal. El holgazán no tiene derecho a reclamarlos. Ni la gente trabajadora tiene la obligación de subsidiar al vago con sus impuestos. Tampoco se debe desconocer que son las economías libres y competitivas, y no los decretos gubernamentales, quienes mejores satisfacen las aspiraciones sociales.

Es preciso entonces diferenciar los verdaderos derechos de los que no lo son. Pues estos tienden a oscurecer el significado exigente y rotundo de los primeros, aquellos que proceden de la dignidad innegociable del ser humano y que deberían reinar supremos en la agenda de las naciones.

El autor es sociólogo e historiador.

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