Es 2 de febrero de 2023. Desde la Universidad de Princenton, donde había llegado como profesor invitado, el escritor Sergio Ramírez habla con un periodista a través de una videollamada sobre literatura, política y exilio.
En una entrevista de pantalla a pantalla con la revista Coolt de España, el escritor nicaragüense —exiliado por segunda vez en su vida— cuenta cómo ha aprendido a vivir en esta especie de limbo migrante, mientras no pierde la esperanza de un retorno definitivo a su patria.
Que se siente bien en Madrid, dice; que no sabe cuándo podrá volver al país porque para ello tendría que averiguarlo poniendo un pie en el aeropuerto internacional de Managua, cosa que no piensa hacer y que mientras tanto vive en actitud de espera.
El periodista, avezado en su oficio —por lo que se lee en su artículo—, huele que el tema de conversación da para jalar del hilo y como quien sabe que la respuesta de Ramírez no es definitiva, insiste: “¿Hasta qué punto cree que hay realmente una posibilidad de volver?”
El escritor exiliado dispara una respuesta que quién sabe desde qué tiempo aguardaba: “Creo que hay que librarse del síndrome del exiliado”.
Enseguida lo explica: “El exiliado siempre tiende a magnificar las posibilidades de regresar, cualquier petardo que suena dentro del país parece que es un alzamiento o un cambio…”.
Ramírez define así el síndrome del exiliado: un optimismo férreo y, en ocasiones, desesperado que ata a los nicaragüenses al espejismo de un retorno que siempre parece estar a la vuelta de la esquina, pero nunca llega.
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“Nadie se va porque quiere”
La crisis que estalló en abril de 2018 arrasó con la unidad familiar de miles de nicaragüense. Más de 700 mil huyeron, dejando atrás sus casas, sus barrios, sus tierras y sus raíces. Entre ellos está Linda Núñez, activista y exiliada, quien ahora vive en Costa Rica.
Amenazas de muerte, riesgo de detención arbitraria, acoso, torturas, hostigamiento, vigilancia permanente, entre otros abusos, fueron los motivos que llevaron a cientos de miles de nicaragüenses a abandonar de manera forzada su país tras la crisis del 18 de abril.
—Exiliarse no fue una elección. Esto no es algo que uno planea, es algo que uno sobrevive —dijo Linda el pasado 30 de octubre, durante la presentación del informe Nadie se va porque quiere. Voces desde el exilio.
El informe documenta 40 testimonios de quienes dejaron todo para salvarse de la represión y persecución en Nicaragua bajo la dictadura de la familia Ortega Murillo.
El documento habla de las secuelas del desplazamiento: “El exilio destruye. Te quita tu núcleo familiar, tu estabilidad, tu proyecto de vida. Te deja con la nostalgia, con la culpa y con un duelo que no tiene final”.
Linda explicó cómo el sufrimiento de las personas exiliadas no se detuvo al cruzar la frontera. En los países de destino, muchos se enfrentan a la xenofobia, el racismo y la precariedad de tener que empezar de cero.
Otros viven con la sombra de lo que dejaron atrás, añorando regresar, buscando el momento y las señales.
“El régimen busca destruirlo todo: tus derechos, tu reputación, tu familia. Esto no termina cuando uno se va, porque lo que te arrancaron sigue allá”, explicó Linda en la presentación del informe.
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Maleta lista para el regreso
Para Jhoswell Martínez, activista exiliado y especialista en migraciones y derechos humanos, el síndrome del exiliado del que habla Sergio Ramírez es una herida abierta común entre los nicaragüenses que tuvieron que salir forzosamente.
“Es un duelo que se lleva en las maletas”, dice.
Según Martínez, es una realidad que miles de migrantes nicaragüenses viven bajo el síndrome del exiliado, que él clasifica más como una variante del síndrome de Ulises.
Martínez explica que el síndrome de Ulises toma su nombre del héroe de la mitología griega que Homero recrea en La Odisea.
“Ulises pasábase los días sentado en las rocas, a la orilla del mar, consumiéndose a fuerza de llanto, suspiros y penas, fijando sus ojos en el mar estéril, llorando incansablemente y pensando en Itaca…”, recuerda.
Hoy, el síndrome de Ulises es conocido también como el síndrome de estrés crónico y múltiple, un cuadro psicológico también conocido como “luto migratorio” que viven las personas que han tenido que dejar atrás el mundo que conocían en situaciones extremas.
“El síndrome del exiliado es un duelo que se lleva en las maletas. Nadie se prepara para huir, nadie planea abandonar su casa, sus calles, su vida. No queríamos esto, pero nos forzaron a salir”, opina.
Y no lo ve mal porque, considera, sufrir del síndrome o “mal de patria” como también lo llama, es una actitud normal: “Es natural querer volver. Es un deseo que nos queda, aunque sabemos que no siempre es posible”, dice Martínez.
De acuerdo con los casos que ha visto en su organización, la Asociación Intercultural de Derechos Humanos, muchos viven con la maleta lista, como si el regreso pudiera darse en cualquier momento.
“Queremos volver a nuestras casas, al café de la tarde, a la radio sonando, a las risas con los vecinos. Volver al porche sin miedo a que alguien te dispare”, confiesa.
Y ese fenómeno, aunque se ha normalizado, dice que es evidencia de una falta de atención a la salud mental del migrante forzado: “Significa que no hemos aprendido a sanar”.
“El país nunca priorizó la salud mental, nunca nos enseñaron a enfrentar las pérdidas. Muchos creen que ir al psicólogo es para locos. Pero no es así, es para ayudarnos a vivir, a adaptarnos”, dice.
Según su análisis, el exilio solo ha venido a sumar “un nuevo trauma a los duelos que ya arrastramos como país, con guerras, desastres naturales, corrupción, pobreza…”.
Por eso aconseja a quienes viven en el exilio pensando obsesivamente en regresar, buscar ayuda sicológica: “Muchos se han desconectado, pero otros siguen mirando hacia Nicaragua. No es un pecado querer regresar, pero también es necesario aprender a vivir fuera”.
El exilio es resistir mientras se espera
Esta abogada, que prefiere mantenerse en el anonimato, habla desde su pequeño apartamento en Estados Unidos, adonde llegó en 2019.
Antes se dedicó a acompañar a las víctimas de la represión, a las familias de los presos políticos y a aportar evidencias de los crímenes de la dictadura sandinista a organizaciones internacionales de derechos humanos.
Por eso los policías la siguieron con intenciones de apresarla. Aun guarda el mensaje de texto que detonó su salida: “Te sale mejor que te entregués, porque si te agarramos te vas a podrir en el Chipote”
La voz se le quiebra al describir lo que significa estar lejos y admite, sin resentimiento o traumas que es “clienta fija” del síndrome del exiliado.
“Reconozco que soy víctima del síndrome de la exiliada. Yo sueño con volver a la patria de la que nos obligaron a salir, seguir conectada con ella, volver al barrio a abrazar a mis tías y llamar a mis amigas, saber de sus hijos y sus gatos y beberme un café con mis primas”, dice sosegada, con un acento rural aún intacto.
“Por eso vivo analizando las señales, los mensajes que vienen de allá, leo las noticias y las redes en busca de alguna información que me indique que la Murillo se va morir o que Ortega va a negociar… Es que siento que si me desconecto del país pierdo mi identidad, la única que tengo, la nica a como me dicen mis vecinos, por eso vivo pendiente”, confiesa entre risas.
Luego aflora el desánimo: “No te miento, me cansa a veces, me desilusiona muchas veces ver que nada cambia, a veces me frustra”.
“Pero al final guardo la esperanza de no seguir siendo una exiliada y que en algún momento voy a ver la señal clara de que es hora de volver. De eso se trata el exilio, de resistir mientras esperamos el regreso a casa”, musita.
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Síndrome del exiliado: una añoranza que nunca se apaga
Desde Centroamérica, el periodista Alfonso Malespín encuentra en la literatura y la música ecos del sufrimiento del exilio.
Habla del personaje El Cid Campeador y de esa añoranza que nunca se apaga al ver las murallas de la ciudad de la que fue echado y sus batallas por regresar algún día sin la etiqueta de traidor.
En Cantar del Mío Cid, el noble Cid es acusado injustamente de robar tributos al rey Alfonso VI y, como consecuencia, fue desterrado de Castilla. Obligado a abandonar su hogar, se despide de su familia en una escena profundamente emotiva. A pesar de su destierro, el Cid jura demostrará su inocencia ganando fama y fortuna en tierras musulmanas y conquistando ciudades para el rey.
Viendo más acá en el tiempo, Malespín encuentra rastros del síndrome del exiliado hasta en la música.
Recuerda aquella canción de Carlos Mejía Godoy donde un trotamundos viaja a Mozambique y encuentra a una viejecita española exiliada, que al reconocerlo empieza a preguntarle por el país que dejó atrás.
“Cuéntame de España, ‘mutil’ aguerrido, ¿qué es de tu Bilbao? ¿qué es de mi Madrid?
Yo vine a esta tierra hace ya tantos años, me empujó a esta suerte la guerra civil. Dime si aún alumbran los viejos faroles en la Cava Baja del Madrid de ayer ¿todavía fluyen las aguas humildes en el Manzanares que me vio nacer?”
—Es el mismo sentimiento de siempre: el regreso imposible. Las calles que conocieron, los sonidos, los sabores, todo eso se queda en la memoria, y mientras más pasa el tiempo, más duele —dice Malespín.
“Y lo mismo pasa en el libro de Albert Camus, El Extranjero, que habla exactamente del sufrimiento que se lleva la persona exiliada al dejar forzadamente el país donde nació y vivió… ahí está el síndrome del exiliado”, dice.
Malespín ha visto a muchos exiliados contar los días.
Gente que pensó que estaría unas semanas o meses fuera y han pasado seis años fuera y ahora ven que pueden ser décadas o no volver nunca: “Ese tipo de reconocimiento de la realidad hace que el sufrimiento sea mayor, conozco una señora que me preguntó que si moría aquí (en el extranjero) cómo iba ser su entierro si su familia estaba en Nicaragua”.
Buscar la verdad: entre el dolor y los hechos
El periodista Octavio Enríquez, exiliado en Europa, describe el síndrome del exiliado desde la perspectiva de alguien acostumbrado a buscar la verdad entre el ruido de las noticias y las opiniones.
“Yo creo que el síndrome del exiliado es una realidad. Tiene que ver con dos fuerzas que mueven al ser humano”, opina. Luego explica.
La primera fuerza es el dolor. Ese dolor que causa estar fuera de tu país, de haber salido forzosamente. Es la añoranza por la tierra de la que te arrancaron. Una tierra que dejaste por obligación, no por elección.
La segunda fuerza es más compleja, dice desde su profesión. Es un fenómeno ligado al periodismo: “Se trata de esa lejanía impuesta, un abismo que los medios intentan acortar. Lo hacen a través de relatos y fuentes, tratando de narrar un país que hoy es difícil de contar, sumergido en el miedo”.
De esas dos fuerzas surgen las noticias y elementos que sirven a los exiliados para sus interpretaciones de la realidad.
El menú que resulta de ese ejercicio es amplio y a veces desafortunado: analistas que auguran una negociación política que destrabe la crisis; medios que interpretan que un hecho X significa el comienzo del fin de la dictadura; teorías como implosiones internas y hasta vaticinios de clarividentes y “profetas” que auguran el final de los tiranos.
Enríquez desvincula al periodismo de los analistas políticos y peor, de los especuladores. Dice que, así como se suele afirmar que “en Nicaragua todos son poetas hasta que se demuestre lo contrario”, también parece que “todos son analistas políticos”.
—Es ahí donde uno, como periodista, debe aprender a separar —dice Enríquez—. Hay que apreciar qué tipo de análisis se ofrece: si está basado en datos o en especulaciones.
El problema, señala, es la especulación excesiva: “A menudo, los análisis se ajustan a lo que los exiliados quieren que ocurra, en lugar de reflejar lo que realmente sucede”.
“Con fuentes internas, cada vez es más difícil saber lo que ocurre adentro. Hay que analizar con los datos que se tienen a mano”, agrega.
El desafío —concluye Enríquez— está en separar los hechos de las opiniones. “¿Qué de lo que me dice un analista es dato? ¿Qué es opinión? Esa es la pregunta que uno debe responder siempre”.
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Humor como placebo ante el síndrome del exiliado
Oscar Ortiz, comunicador exiliado en Europa, retoma el planteamiento de Sergio Ramírez para ofrecer una perspectiva basada en lo que llama una “dependencia emocional” del exiliado nicaragüense.
“El síndrome del exiliado tiene raíces profundas”, afirma Ortiz.
Primero, Ortiz describe una característica propia de los nicaragüenses: la tendencia a huir del sufrimiento.
“El nica enfrenta las desgracias buscando una forma de alivio. Adoptamos la filosofía de ‘al mal tiempo buena cara’ y ‘el que con leche se quema hasta la cuajada sopla’. Es parte de nuestra idiosincrasia”, manifiesta Ortiz.
Ortiz conecta esta actitud con la figura del Güegüense, antiguo símbolo popular de la astucia y la evasión del nicaragüense ante la opresión.
A su juicio, el humor, la creatividad y la resistencia son estrategias culturales para lidiar con la adversidad. Y eso, dice, se refleja en las redes sociales: “Cada comparecencia de Ortega y Murillo termina en memes y reels. El pueblo se burla de ellos”.
Sin embargo, hay otros aspectos en esa cultura del síndrome del exiliado que son menos risibles: “Somos cortoplacistas y tenemos memoria corta. ¿Por qué? Porque buscamos la dopamina: esa satisfacción inmediata que da la esperanza”.
Es decir, explica que hay nicaragüenses que se alejan de la reflexión y el dolor del exilio mediante otras vías peligrosas como el alcohol, las drogas o la violencia y la aventura: “El cortisol, la hormona del estrés, nos pone en alerta constante ante las amenazas. Nos hace buscar soluciones y construir castillos en el aire”.
Dice que esta combinación de esperanza y estrés genera una actitud característica entre los migrantes que es la esencia del síndrome del exiliado: “Magnificamos cualquier señal de cambio en el país”.
—Cuando algo pasa en Nicaragua, aunque sea pequeño, lo magnificamos. ¿Por qué? Porque estamos buscando satisfacción, la dopamina que alimenta esa esperanza de retornar.
Sin embargo, Ortiz advierte que este proceso emocional puede ser destructivo: “El gran problema es que no todos saben gestionar estas emociones. Muchos terminan en alcoholismo, drogadicción, depresión o incluso suicidio”.
Y todo ello, dice el comunicador, es un rasgo de la sobrevivencia de algo vital para todo ser humano: “Brother: es el reflejo de la identidad nacional que lucha por sobrevivir en medio de la incertidumbre y el dolor de uno como migrante”.