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¿Nos importa la verdad?

“En nuestro país se hace la historia, deshaciéndola”.
Eduardo Zepeda-Henríquez

En sociedades donde el pensamiento científico se ha hecho dominante, los fracasos políticos no se ignoran, sino que se escudriñan para no repetirlos. En Alemania, por ejemplo, las ciencias sociales no optaron por borrar la memoria del fracaso político-moral que significó el Holocausto y el régimen nazi en ese país. Por el contrario, ellas no han dejado de analizar y debatir el cómo y el porqué de ese momento de barbarie, para evitar que vuelva a ocurrir algo similar. En tal sentido, los científicos sociales alemanes siguen el mismo patrón que guía a quienes conducen experimentos en el campo de las ciencias naturales.

Un biólogo molecular, por ejemplo, no quema sus notas para borrar de su memoria los procedimientos seguidos en un experimento fallido, porque sabe que los errores encierran lecciones que nos pueden acercar a la verdad. Por otra parte, en sociedades pre-científicas, como la nuestra, todavía dominadas por lo que Eduardo Zepeda-Henríquez llama un “pensamiento mítico”, los errores históricos no se reconocen y analizan para aprender de ellos. Antes bien, los ignoramos o camuflamos con explicaciones fantasiosas y autocomplacientes que se nutren de uno de nuestros vicios culturales más arraigados: el “guatuseo”. La guatusa, nos dice Pablo Antonio Cuadra, es “una expresión de falsedad” –entendida como disimulo– propia del nicaragüense.

Vale la pena aclarar que el “pensamiento mítico” que Zepeda-Henríquez identifica como la cualidad cognitiva central de la cosmovisión del nicaragüense, no es el pensamiento mítico “puro” o “escatológico” que, para el autor granadino, expresa la “esencia de lo humano”. Ejemplos de estos mitos “puros” son los que nos regala regularmente Luis Sánchez Sancho en su ilustrada columna.

 Así pues, en este artículo hablo de “pensamiento mítico” en el sentido que utiliza Zepeda-Henríquez para hacer referencia a la mitologización que acostumbramos hacer de los eventos del pasado. Más concretamente, hablo de nuestra afición por la mistificación –falsificación– de la verdad histórica, una verdad comprobable. Como consecuencia de esta afición, sigo a Zepeda-Henríquez, los nicaragüenses solo conocemos de nosotros lo que aparentamos ser; o, puesto más coloquialmente, lo que “damos a creer” a los demás.

Olvidar o disimular

El olvido y el disimulo han sido las agujas con las que hemos tejido nuestra historia. Olvidar, fue la solución propuesta por nuestros compatriotas al desastre nacional que significó la llegada de William Walker a nuestro país. En la Asamblea Constituyente formada después de la Guerra Nacional, Rosalío Cortés y Gregorio Juárez proclamaron, sin ruborizarse: “La historia de los tres años que acabamos de atravesar, debería para siempre sepultarse en el olvido, (recordemos solamente la) “gloriosa campaña nacional” (que expulsó al filibustero, y) bórrese todo lo demás”. Traducción: quememos las notas del costosísimo experimento social que casi pone fin a Nicaragua. Pretendamos que nada pasó.

Con la Revolución Sandinista hacemos algo parecido. Los sandinistas decretaron una amnesia colectiva para borrar de la memoria de los nicaragüenses los errores y horrores de ese proceso. Y lo que no pudieron borrar lo disimulan hoy con beatitudes socialistas, solidarias y cristianas.

La Nicaragua no sandinista, por su parte, ha decidido que todo lo que sucedió durante los 1980 fue malo y que, por lo tanto, lo único que nos queda hacer es olvidar esa década y condenar al sandinismo, a los sandinistas y, para asegurarnos, hasta al propio general Sandino y su descendencia. El doloroso capítulo del 2018 también ha sido ya mitologizado con narrativas que nos eximen a todos –sandinistas y anti-sandinistas– de nuestra responsabilidad en ese episodio. Así, la culpa de lo sucedido la tiene “el otro”.

Siguiendo este guion, los paramilitares que asesinaron a cientos de jóvenes reaparecen hoy como “héroes”, y “policías voluntarios” en el discurso oficial del gobierno responsable de la matanza. Por su parte, la oposición disimula los actos de barbarie que se cometieron en algunos tranques del país. Evita, además, examinar críticamente la desastrosa conducción del primer Diálogo Nacional organizado después de la masacre, para por lo menos aprender que el manejo de un proceso de negociación tan delicado como el que se intentó, se encomienda a expertos, no a las Iglesias o a la Santísima Trinidad.

Nuestra ceguera

En un ambiente cultural “mítico” como el nuestro, la duda científica no tiene cabida porque la verdad es cualquier cosa que nos conviene creer. Así, olvidamos, disimulamos y pintamos la historia con brocha gorda y en el color que nos conviene. Por eso, los partidarios del FSLN no necesitan de pruebas, ni de juicios legales imparciales y honestos, para aceptar que los presos políticos del régimen son todos culpables de lo que el gobierno los acusa.

Tampoco la oposición necesita de evidencias para designar como “preso político” al sacerdote Leonardo Urbina, acusado de abusar a una menor. Más concretamente, la oposición no necesita ni ofrece pruebas para declarar que Urbina está preso por sus ideas políticas y nada más. De esta manera, cancelan la posibilidad de que sea culpable de lo que su presunta víctima le imputa; implícitamente declaran mentirosa a la niña acusadora; e ignoran las recomendaciones de innumerables gobiernos, organismos internacionales y la misma Iglesia católica, que recomiendan dar valor a la palabra de los y las niñas que denuncian haber sido abusados.

Escuchar, no significa aceptar. Significa usar la razón para dudar y, con la duda, buscar la verdad. Una sociedad de “creyentes” como la nuestra, carente de la cultura científica necesaria para dudar y examinar los errores en su historia, permanece “atrapada en una prisión cognitiva”, como diría Edward O. Wilson. Los miembros de esa sociedad, señala este pionero de la biología evolutiva, “son como peces” (…) que viven en las profundidades de un estanque profundo y oscuro (…) “tratando de llegar al mundo exterior, sin lograrlo”. Por su ceguera, sigue diciendo Wilson, “inventan ingeniosos mitos y especulaciones sobre el origen del estanque en el que viven”. Pero no logran llegar a la verdad “porque el mundo es demasiado complejo para ser imaginado a partir de sus experiencias ordinarias, (sus arranques emocionales y sus instintos)”.

El autor es profesor retirado del Departamento de Ciencias Políticas de la Universidad Western Canadá.

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