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¿Valió la pena la Independencia?

Vivimos llenos de mitos. Nos gusta glorificar acontecimientos, proyectos o fechas que suenan bonitas. Pero rara vez nos detenemos a meditar en sus repercusiones sobre quienes han tenido que vivir sus consecuencias.

Este 15 de septiembre se dirán discursos “patrióticos” exaltando la independencia; el día a partir del cual el país se “liberó” del yugo español. Pero hay que preguntarse: ¿Qué ganó el pueblo?

Durante la colonia existían muchas restricciones al libre comercio pues la metrópolis quería evitar la competencia de otros imperios. También un centralismo extremado que inhibía la experiencia de autogobierno. Los puestos principales de la burocracia estatal eran de los peninsulares. La sociedad estaba dividida en castas, razas y clases sociales, con privilegios muy desiguales. La indiada y los mestizos eran considerados ciudadanos de segunda clase. Las élites eran muy incultas y casi nadie sabía leer.

Pero había también un lado positivo. Uno de los mayores era la paz. José Coronel Urtecho comenta en sus reflexiones cómo los indios fueron sus más grandes disfrutadores. Y no era una paz impuesta. Los historiadores no registran mayores instancias de revueltas o represión. Los indios se adaptaron bien al mundo colonial; disfrutaban de las tierras y frutos de sus comunidades; amplias extensiones de tierra cuya pertenencia le era reconocida por la corona. En ellas llevaban una vida de autosuficiencia donde no les faltaba el sustento.

También había orden, derivado de la indisputada autoridad real. Escribe Coronel: “Únicamente la autoridad del rey parecía capaz de contrariar los intereses personales y familiares, o domar las pasiones de los conquistadores y de impedir, al mismo tiempo, que aquellos gerifaltes se destruyeran entre sí”. La estabilidad así creada, más el aporte de la Corona y la Iglesia, redundó en la creación de ciudades bellas y magníficas catedrales.

León era una de las ciudades mejor edificadas en toda la América española. Gage, quien la visitó en 1665, escribía que “esta ciudad de León está construida con esmero, pues la mayor delicia de sus habitantes consiste en sus casas… por lo ameno de esta ciudad llaman los españoles a toda la Provincia de Nicaragua el paraíso de Mahoma”.

El 15 de septiembre de 1821 algunos próceres o notables de la elite criollo-española, llenos de sueños libertarios, declararon en Guatemala la independencia de Centroamericana. “Todo fue unión y gozo”, dijo el conservador Montufar; “el júbilo más puro”, exclamó el liberal Marure. De nuevo la ingenuidad romántica de quienes buscan paraísos. Porque el gozo no duró mucho.

Evaporada la autoridad de la corona, sin tradición de autogobierno ni de elecciones, sin integración regional que amortiguara los localismos, y con caudillos machos y ambiciosos, la región entera se precipitó casi de inmediato en la anarquía y la destrucción. En los siguientes 35 años (1823-1858) Nicaragua sufrió seis guerras civiles. Dos veces las hermosas casas de León quedaron en escombros como también las de Granada, Rivas, Masaya y otras poblaciones. Igual quedaron los campos agrícolas baldíos, el hato ganadero diezmado, las pocas escuelas vacías, y los indios reclutados a la fuerza para morir en guerras que no entendían, mientras los más afortunados se escondían en los rincones de sus comunidades.

 La tragedia inspiraría el poema de Darío a Colón: “¡Desgraciado Almirante! Un desastroso espíritu posee tu tierra: donde la tribu unida blandió sus mazas, hoy se enciende entre hermanos perpetua guerra, se hieren y destrozan las mismas razas. Desdeñando a los reyes nos dimos leyes al son de los cañones y los clarines, y hoy al favor siniestro de negros reyes fraternizan los Judas con los Caínes”.

Lamento paralelo expresó Bolívar: “Este país (la Gran Colombia) caerá infaliblemente en manos de la multitud desenfrenada para después pasar a tiranuelos, casi imperceptibles de todos los colores y razas”.

 A 201 años de nuestra independencia formal, en que de nuevo estamos bajo la bota de negros reyes, podríamos pensar que aquella no valió la pena. Pero no es la independencia la culpable, sino el hecho de que no la hemos logrado. La independencia es oro cuando es fiel a lo que debe ser: la facultad que adquiere un pueblo a escoger con libertad su propio destino, cuando se libera del dominio de poderes extraños. Pero cuando se cae bajo el yugo de tiranuelos, por internos que sean, el pueblo pierde su independencia y se vuelve vasallo.

Las naciones no son independientes si sus pueblos no lo son. Tenemos la tarea pendiente de llegar a serlo.

Humberto Belli, sociólogo e historiador, fue ministro de educación y es autor del libro de historia Buscando la Tierra Prometía” (Nicaragua 1492-2019), disponible en librerías y en Amazon.

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