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Transcurrían los últimos minutos del 7 de agosto de 2020. En el centro de rehabilitación Como Las Águilas las luces estaban apagadas pero no todos los internos estaban dormidos. Normal entre los adictos, a la mayoría le cuesta dormir. Todos ya sabían que en cualquier momento llegaría Ricardo Mayorga, el boxeador, a quien por esos días era frecuente verlo en las redes sociales porque amanecía borracho en las calles o porque lo habían golpeado. Los internos no se creían que iban a estar con el excampeón mundial de boxeo.
Algunos dicen que todavía era 7 de agosto y otros dicen que ya era 8, cuando en la entrada del centro escucharon ruido. Sonidos violentos del portón metálico, golpes, como que empujaban a alguien y gritos. Las luces se encendieron pero no fue necesario para saber que se trataba de Mayorga. Lo delató su inconfundible voz ronca, algo gangosa, como ahogada dentro de la tráquea.
Llegó hediondo dicen los internos que vieron su entrada en Las Águilas, el nombre corto del centro. Barbudo. Demacrado. Algunos aseguran que portaba un anillo de campeón y como cinco mil córdobas. También piedras de crack. Como 150, se atreve decir uno. Otro menciona solo una “caja” de piedras.
Entró violento, gritando, pero amarrado. “Con todo respeto, yo no necesito estar aquí. Yo soy Ricardo Mayorga”, decía.
Mayorga le dijo a la revista DOMINGO que recuerda que lo empujaron a una “celda” y él se enfureció. Con las manos sacudió los barrotes del portón con tanta fuerza que rompió el candado. Fue cuando vio que cuatro hombres grandes lo redujeron.
A Mayorga lo pudieron calmar tras mucha persuasión y medio paquete de cigarros. Entró de nuevo a la celda donde estaban otros 15 internos. Uno de ellos estaba molesto porque Mayorga no lo dejaba dormir con su “habladera”. Otros se arrinconaron en sus camas plegados a la pared al ver al hombre fortachón que mide casi dos metros de altura. Otros se limitaron a contemplarlo.
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Esta no es la historia solo de Ricardo Mayorga. Es la historia de un ejército de adictos que en Nicaragua los puede ver por las calles sucios, malolientes, pidiendo o robando con un cuchillo en mano o dejando desmanteladas sus casas, despojando a sus hijos del plato de comida, para poder comprar una piedra de crack o una “chata”, una pequeña botella de licor. También los pueden ver en cantinas lujosas, tomando licor fino, tequila o consumiendo cocaína o drogas más caras. Al final son lo mismo. Adictos.
La mayoría de ellos llegan a los centros de rehabilitación obligados, engañados o por orden de un juez. Muy pocos son los voluntarios. Y los que son voluntarios es porque son “recaídos”, ya han estado en un centro y se cansan finalmente de andar en la miseria.
El centro
Las Águilas está en el barrio San Sebastián, de donde fue el Cine Blanco hacia el norte. Es una casa acondicionada para ser centro de rehabilitación. Los internos que han estado en otros centros se quejan de que no tiene espacio para caminar. Tiene seis “cuartos de recuperación”. Covachas les llaman. Para Mayorga son “celdas”. La norma es que los internos permanezcan en los cuartos y solo salgan para las sesiones de recuperación, bañarse, comer y de vez en cuando ver televisión. Para escapar al encierro, muchos internos se ofrecen para andar barriendo o ayudando en la cocina. Así logran no permanecer en las covachas todo el día.
Como una calle principal que divide en dos a un pueblo, el centro está atravesado a lo largo por un pasillo que va desde la entrada hasta el fondo. En la entrada, a la izquierda, está la oficina, y a la derecha la sala de visitas, que son los días domingo, solo cuando el interno ya tiene un mes de estar en recuperación.
Luego hay otro portón tras el cual, a la izquierda, está la covacha número uno, que es a la que metieron a Mayorga. A la derecha está la sala de sesiones. Después le siguen, a un lado y otro, las covachas dos y tres.
Posteriormente, a la izquierda, está un espacio sin techo, donde hay tres lavanderos, tres barriles y una docena de baldes. Ahí se lava ropa y se bañan los internos al aire libre.
Luego siguen la covacha cuatro, la bodega de la cocina, la cocina y la “celda 300”, un cuarto pequeño que ahora está mejor acondicionado y convertido en la covacha seis. Arriba, en un segundo piso sobre la bodega de la cocina y la “300”, está la covacha cinco.
Mayorga siempre se quejó de lo pequeño del centro. “Mi casa tiene 11 cuartos, una sala de billar, es más grande que esto”, solía vociferar.
Para Mayorga era inconcebible que 70 internos, a veces más, a veces menos, puedan pasar encerrados en un lugar tan pequeño. Siempre hay alguien gritando, otros viendo televisión, otros escuchando música. El silencio es el gran ausente en Las Águilas.
Como “padrinos” se les conoce, en Alcohólicos Anónimos (AA) y Narcóticos Anónimos (NA), a los adictos que ya llevan años en recuperación. Los coordinadores de Las Águilas son padrinos. Mayorga solía discutir con ellos.
Los internos, al igual que Mayorga lo hacía, suelen quejarse de la comida, de la infraestructura, de que están como presos en el lugar. Hay algunos que se atreven a decir que prefieren estar en La Modelo. El calor. Mayorga pasaba las 24 horas del día con un abanico, soplándose la espalda. Prefería dormir en el suelo fresco que en la cama.
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De Las Águilas se han escapado. El mismo Mayorga fue delatado de que estuvo armando un intento de fuga con otros internos. Muchos internos caminan explorando el edificio para encontrar posibles salidas. Una vez lo hicieron 14 jóvenes de un solo. Los padrinos tuvieron que reforzar el perímetro. Pusieron hojas metálicas a los portones que solo tenían verjas. Colocaron serpentinas y vidrio quebrado en los bordes de las paredes. Los que se fugan tienen otros obstáculos. La mayoría de las veces los recapturan porque los jóvenes que viven en los alrededores del centro están pendientes. Hay recompensa.
En Las Águilas hay otros “padrinos” que no son humanos. Son insectos rastreros. Ácaros. Se les llama “jelepates”. Los califican como “padrinos” porque son una tortura para los internos.
En el suelo, ahí están los jelepates. En la camisa de los internos, ahí están los jelepates. Se le quita la funda a una almohada, ahí están los jelepates. Se levanta un colchón y se le revisan las esquinas, ahí están los jelepates. Si alguien quiere poner el mejor apodo a un interno de Las Águilas, no va a fallar si le dice “jelepatoso”.
Mayorga odiaba a los jelepates. Dormido sentía que le recorrían el cuerpo. Sin abrir los ojos los agarraba, los destripaba y los lanzaba al suelo.
La historia de los jelepates, dicen los padrinos, tiene su origen en que en esa zona había ventas de madera.
La rutina
Los días comienzan en Las Águilas a las 5:00 de la mañana. Minutos antes, minutos después. “Baño, baño, baño, baño”, comienzan a decir los “disciplinas”, jóvenes internos que se han ganado la confianza de los padrinos y los ponen de ayudantes. Esto irrita a los internos, adictos a quienes no les gusta recibir órdenes ni tener disciplina rigurosa.
La mayoría de los internos se bañan desnudos. Mayorga nunca se bañó desnudo. Siempre en bóxer.
Los compañeros de covacha de Mayorga aseguran que a él no le gustaba bañarse. “No le gustaba usar jabón, se echaba solo agua o se hacía el que tenía calentura para no salir a bañarse”, cuenta J, uno de sus compañeros de covacha.
La idea del centro es que los internos aprendan o recuperen buenos hábitos. Tras el baño, se limpian los cuartos y se espera las 8:00 de la mañana para el desayuno. Se hace fila para la comida y alguien dirige la oración. “Buenos días, compañeros. Vamos a darle gracias a nuestro ser superior, que en mi caso personal es Dios, nuestro señor Jesucristo, por no haber amanecido en las calles, por tener un techo y un lugar donde dormir. Vamos a darle gracias por este primer alimento del día, aunque a veces no lo merezcamos, aunque a veces somos mal agradecidos. ¡Amén!”.
Esa es la oración de todos los días con algunas variantes. “¡Amén!”, responden a todo pulmón los internos.
A las 10:00 de la mañana es la primera sesión. No hay tal terapia de choque. No hay maltrato. Lo que sí hay es una buena dosis de decirle la verdad en su cara al adicto. Lo que por amor o temor, sus familias y amistades no le dicen directamente. Que no ha sabido funcionar en la sociedad, que no ha sabido dirigir su vida, que no ha tomado buenas decisiones y que no ha sabido enfrentar la realidad y, cobardemente, se ha refugiado en las drogas o el alcohol. Eso para el adicto es una “pedrada”.
Es verdad, a veces le dicen “m…” a alguien. A veces le dan una “palmadita”. Pero todo es por amor. Lo importante es que el adicto no vuelva a consumir. “Este es un programa de amor”, suele decir el padrino Job, después de dedicarle unas “palabras” a un interno. Los internos se sueltan en risas.
Sí, al principio es duro. El padrino Job intimida con su corpulencia. El padrino Israel suele ponerse firme también. La madrina Carmen se ve de carácter fuerte. El padrino Ariel, quien fue el que recibió a Mayorga, también tiene su carácter. Se puede decir que la más suave de todos es la madrina Nyky, pero ella también sabe cómo hacer sentir a los internos que deben cambiar sus vidas. Los demás padrinos que llegan a compartir, aunque no son personal del centro, a veces dicen cosas duras también. ¡Cómo le duele a un interno que le digan que mientras él está en el centro es posible que su mujer ya esté con otro afuera! Que aunque eso suceda no tiene por qué salir a consumir. Cuando escuchan eso, en silencio, los internos se retuercen como una babosa a la que le han echado sal. Les duele que les digan que cuando salgan del centro verán a sus hijos paseando en las calles de la mano de otro “padre”. ¡Y que tienen que ser agradecidos con ese otro porque les está ayudando a criar a los hijos! Pero es porque ellos no han sabido ser padres. Porque no les han importado sus hijos y han preferido andar en el consumo de drogas.
A Mayorga, por ejemplo, le irritaba todo, especialmente que le mencionaran a la madre.
En una ocasión, el padrino Jairo, un entrenador de boxeo en Corinto, llegó a compartir a Las Águilas y dijo que él ya llevaba más de 20 años sin consumir drogas.
Mayorga no resiste ver a alguien que presuma. “¿Por qué no te vestís más presentable si tenés 20 años y pico sin consumir?”, le preguntó Mayorga al padrino Jairo. “Mayorga se cree más que los demás”, comentaron algunos internos. El padrino Jairo se limitó a convencerlo de que lo material no era lo importante en la recuperación de un adicto. “Todo está en la mente. Lo bueno es que yo ya no bebo ni fumo y vos vas a recaer”, le profetizó a Mayorga.
El excampeón mundial quedó picado. Comenzó a murmurar contra el padrino Jairo mientras este último seguía hablando. “Juelagran…, poné atención”, le gritó el padrino Jairo a Mayorga. “No me mencionés a mi madre”, espetó Mayorga con tono alto. Y ahí fue cuando el padrino Jairo se despachó hermoso con Mayorga. Le dijo cosas que no pueden reproducirse en este texto. Limpió el piso con él. En resumen, le aclaró que el primero que no había sabido apreciar a su madre era el propio Mayorga, consumiendo alcohol y drogas.
Las sesiones son de todo. Instructivas, alegres, divertidas, aburridas, repetitivas, cansadas. Para desestresar, el padrino Job se acerca a un interno, generalmente el más nuevo, y, mientras habla, como quien no se percata, comienza a tocarle el rostro, le acaricia una oreja, le soba el cabello. Los demás internos comienzan a reír. El “acariciado” pega el brinco. Y el padrino Job se hace el asustado. “¿Ideay, qué fue?”, le dice alterado Job al interno. Las risas estallan. Todo es “jodedera”. Es que el tema homosexual altera a los internos, los despierta.
En ese ambiente, Mayorga se defiende como todos ya saben. Solo él es macho. Todos los demás son homosexuales. Aquel es gay, este también, y aquel otro.
Al final, y solo al final, los internos se van dando cuenta de que todo lo que ocurre en Las Águilas es para que dejen de consumir. Lo bueno y lo malo que ocurre. Lo importante es no volver a consumir. Por nada ni por nadie. Pase lo que pase, lo importante es no volver a consumir.
La mayoría de los internos terminan por darse cuenta del valor de la labor de los padrinos. Ojalá hubiese más personas así, que se dediquen a sacar de los vicios a la juventud nicaragüense. Damián, un exinterno de Las Águilas, tiene mucho amor por el centro y cariño por Job, a pesar de que al principio el padrino no le caía bien.
Mayorga
Todos se quedaron sorprendidos cuando Mayorga le dijo a otro interno: “Con todo respeto te voy a decir algo. Me da pena, pero contame un cuento. Sino no me duermo”.
Mayorga solía contar de su niñez a los demás internos y se le salían las lágrimas. Recordaba la pobreza, de cómo con botellas plásticas jugaba a los carritos. Y de cómo una vez le fue a pedir ayuda a un transportista porque en la casa no había qué comer. El transportista le pidió que le ayudara a descargar un camión y luego le dio dinero. Ese día hubo comida en la casa de Mayorga y él nunca lo olvidó. Ya convertido en campeón mundial de boxeo, Mayorga contó a los internos que fue a buscar al transportista, quien ya no se acordaba de la ayuda que le había proveído. El boxeador le ayudó a su antiguo benefactor a terminar de pagar un camión, según contó él mismo.
En el aniversario del centro, el 23 de septiembre, Mayorga, quien solía quejarse del mismo todos los días, disfrutó como nunca en la piñata que se quebró en honor a los 23 años de existencia, fundado por José Abea, el ya fallecido padre de los padrinos de Las Águilas.
A lo lejos se nota que Mayorga no tuvo muchas oportunidades académicas. En la sesión matutina del viernes 25 de septiembre, confesó ante todos los internos que escribía oídos con “h” al principio. No tenía miedo de decir lo que pensaba o confesar algo. Sabía que él era la sensación del grupo. Todos se fijaban en él. Todos lo mencionaban en sus intervenciones.
W, uno de los internos, afirma que Mayorga “no sabe escribir ni hacer bien los números”. “Los hace como un niño”, dice el interno.
Otro detalle que reveló Mayorga es que no tiene buena la vista. Se acercó a la pizarra y le dijo al padrino Israel que no podía ver las letras de lejos. Luego se puso anteojos. “Decir que no puede ver bien para que no digan que él no conoce mucho de letras”, se atreve a asegurar W.
A Mayorga sus excompañeros de Las Águilas lo describen como “un gran ser humano”, pero suele enfurecer fácilmente. Le gusta la limpieza y en una ocasión le dio una cachetada a un interno porque no quiso levantar el colchón para que Mayorga limpiara. “Es obsesivo con la limpieza”, cuentan.
En Las Águilas Mayorga no podía estar quieto. Si no estaba hablando, jugaba desmoche, a los ceros y equis o al tablero. “Lo hago para no pensar”, les confesaba a sus compañeros. “Siempre estaba hablando y siempre con un cigarro en la boca”, dice uno de los internos. Si no hacía eso, andaba enojado, caminando de un lado para a otro.
Mayorga gustaba de ayudar a los viejitos que están en el centro. A uno de ellos, que le dio derrame cerebral, le daba de comer en la boca. “No lo hace para que lo miren, así es él”, cuenta un interno.
Cuando una vez Rosendo Álvarez llegó a dejarle un dinero, Mayorga gastó 200 dólares ese mismo día en gaseosas, tortas, cigarros y otras cosas para compartir con los demás internos.
La actualidad
Mayorga solo estuvo dos meses en Las Águilas. Como mínimo debió haber estado tres. Máximo seis. Pero su esposa lo sacó antes.
Según los mismos internos y también los padrinos, a Mayorga le debieron dar mucho más tiempo en el centro.
La revista DOMINGO lo visitó en su casa en Los Laureles Sur, para pedir autorización de publicar esta historia.
Mayorga dice que no ha vuelto a consumir. Aunque antes de salir de Las Águilas le confesó a varios internos, que seguiría haciéndolo, solo que en su casa, en su sala de billar, para ya no dar lástima en las calles. Se veía con mejor semblante cuando salió de Las Águilas.
Para los padrinos, tantos los coordinadores del centro Las Águilas, como los que llegan a compartir, Mayorga vive aún en negación. Negación es la parte de la enfermedad de la adicción que le dice al adicto que no tiene una enfermedad. “Mayorga nunca admitió que es un adicto. Así se fue (de Las Águilas)”, dijo al domingo siguiente de su salida una de las madrinas del centro, Carmen.
Mayorga dice que en este mes de enero cumplen años sus tres hijos. El 18 es el del último. Luego se alistará para en la segunda semana de febrero salir a un centro de rehabilitación en México.
En Las Águilas, Mayorga dejó un legado. “Nos enseñó a compartir”, dicen los internos. Además, les enseñaba cómo entrenar, a como él entrenó para ser campeón mundial.
Cuando salió de Las Águilas Mayorga estaba recuperado físicamente. Se veía mejor que cuando entró y su rostro se publicaba en las redes sociales, demacrado. Ahora está por verse si va a México.
También está por verse en qué termina un gran enojo que Mayorga aún no se quita. Quiere vengarse de “Cuajadita”, Yesner Antonio Talavera Obando, el boxeador que el 7 de agosto de 2020, cerca de las 6:00 de la tarde, estaba con Ricardo Mayorga mientras este último ingería e ingería licor. También estaba Everth Cárcamo. Cuando ya Mayorga estaba muy tomado, “Cuajadita” llevó a Mayorga a Las Águilas. Fue cuando Mayorga, al reaccionar y verse en el centro, rompió el candado de la covacha uno con solo sacudir el portón de verjas.