Por Julio Portocarrero Arancibia
Habíamos decidido ocultarle la verdad sobre su estado de salud. No parecía interesado en conocerlo. Mi madre, junto con mis demás familiares, no quería experimentar el dolor de darle una noticia tan dura, verlo a los ojos y retar su mirada desconcertante.
Pero esa mañana en la que había despertado con buen ánimo, sacaron a mi mamá de la Sala Intermedia de Varones, pues los médicos realizarían el primer chequeo del día. Una docena de especialistas en encefalografía desfiló entonces en el pasillo central de aquella sala blanca.
“¿Quién es este?”, preguntó el médico que dirigía el grupo. “Es César Óliver Portocarrero Bonilla”, dijo la enfermera, y añadió: “El del tumor”. El eco de esa respuesta resonó en toda la Sala. ¡Qué minuto aquel!
Mi mamá, que junto a mí estaba escuchando todo desde afuera soltó en llanto. Unas cuantas lágrimas recorrieron las mejillas de mi papá. No dijo nada. Su mirada a partir de entonces fue de resignación. Quizá diría: “No quería saberlo, no quería escucharlo”.
Sin embargo, eso fue apenas el comienzo de una terrible odisea que me llevó a considerar más tarde, al Hospital Escuela Antonio Lenín Fonseca, como el lugar más terrible, indeseable e inhumano, en el que jamás querría ingresar un paciente cuyos días estuviesen contados.
Mi papá jamás lo pidió. Nosotros en la desesperación de sentirnos impotentes ante un diagnóstico nada profesional que se nos dio en el Hospital César Amador Molina, en Matagalpa, decidimos solicitar una transferencia hacia Managua.
Nadie que no haya vivido una circunstancia igual comprenderá el número de horas que implica ingresar a un paciente al Lenín Fonseca. “Que no hay camas le digo, señora. ¿No entiende?”, es la común respuesta de las enfermeras a los familiares de los enfermos que tanto de la capital como de los departamentos llegan en busca de salud.
Octava hora. Mi papá continúa cansado en la silla de ruedas que le hemos conseguido. Aún no hay camas disponibles para él y otros enfermos. Sin embargo, semanas después a él lo quitarán de una de las camas de la Sala Intermedia de Varones para dársela al familiar de “un colega nuestro que necesita urgente atención”, como dijo la enfermera.
Novena hora. Aún no hemos cenado. El cansancio es cada vez peor. Finalmente hay una cama disponible y logran ingresar a mi papá. ¡Qué alivio momentáneo! El punto ahora es que solo permiten que mi mamá se quede con él.
¿Qué hacemos? ¿Cómo podrá ayudarle a él a ir al baño, si la cuarta fase del tumor cerebral que en breve le descubrirán le ha paralizado el cuerpo? ¿Habrá acaso un equipo de apoyo dentro de este “hospital escuela” para apoyar a aquellos familiares de enfermos que por su estado no pueden caminar? La solución fue convertirme en fugitivo. Todas las tardes me escondía en el pequeño campanario de la capilla de este hospital para luego escabullirme hacia la habitación de mi padre.
Décima hora. Es el momento de ser la solidaridad misma. Aquí en esta Sala hay reglas. No hacen falta los que por su condición económica quieren ser los que “dominen” el área, los que mantengan el orden. Entre todos nos apoyamos y nos cubrimos para poder cenar, pues ¿cómo salir afuera a comprar algo para comer si se debe estar al cuidado de nuestros enfermos?
Undécima hora. Han canalizado a mi papá y recibe su primer tratamiento. Es la primera vez que el enfermero se molesta conmigo al preguntarle sobre el medicamento que le administra. Es la primera vez de muchas otras. Mi presencia le incomoda. Quizá es el sentido de solicitud de eficiencia hacia su trabajo que yo le manifiesto.
Horas más tarde iré a buscarle para que vuelva a canalizar al paciente “del tumor”, que movió el brazo mientras dormía. Él, con la menor piedad del mundo lo canaliza. Mi papá arruga la cara y estalla un ¡ay! por el dolor.
Quisimos para él un poco de paciencia, una mejor atención. Pero en el Hospital Lenín Fonseca no lo encontramos. Una de las mejores decisiones de ese episodio que, cuatro años después traigo a memoria, fue haberlo sacado. Semanas después cerró sus ojos, tras recibir el cuidado de quienes lo quisimos y recordamos.
Siempre visito la capilla de oración del hospital e ingreso al pequeño campanario, en el que durante dos meses, al finalizar el tiempo de visita, a las 4:30 de la tarde, me escondía y salía en horas de la madrugada para ayudarle a mi madre a cuidar a mi papá. No me arrepiento de haber burlado mil veces a los guardas del Lenín Fonseca. ¿Se debe solicitar licencia para amar?
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