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El sacramento de la democracia

Luis Sánchez [email protected]

El voto es el sacramento de la democracia. inclusive en su sentido literal. Y no sólo porque, en sus orígenes, el votum fue establecido por los antiguos romanos como el compromiso de los mortales con los dioses para obtener sus influencias bienhechoras, sino también porque en la actualidad el voto significa -en lo canónico- la promesa solemne de quienes se consagran al servicio religioso, al profesar los votos de obediencia, castidad y pobreza.

Pero el voto tiene un carácter sacrosanto también en su sentido político y jurídico, ya que por su medio cada ciudadano expresa su voluntad política, cede la parte de la soberanía nacional que le corresponde, delega temporalmente su autoridad (hace ofrenda de su alma política, podríamos decir) en otra persona o institución para que gobierne en su nombre y representación.

Por eso es que la gente se molesta mucho, hasta llegar a la violencia, cuando su voto es mancillado por el fraude, o cuando teme que podría ser manoseado por quienes cuentan los votos sin ser dignos de la confianza popular. En realidad, como lo demuestra la experiencia histórica, es más factible que la gente vaya a una insurrección y a una revolución por defender el voto y protestar contra un fraude electoral, que por la injusticia social y la extrema pobreza.

En una sociedad democrática, como es Nicaragua al menos de manera formal, el poder político se origina en la voluntad del pueblo que a su vez se forma a base del voto libre y limpio de los ciudadanos. Y aunque las votaciones, por sí solas, no hacen democrático a un sistema de gobierno, la verdad es que la democracia no existe donde los ciudadanos no pueden votar con libertad y su voto no es respetado por el poder.

Me explico: elecciones las hay tanto en los países democráticos como en los totalitarios, porque el poder necesita legitimarse de alguna manera, aún en los estados más opresivos. Y como el voto es la forma más tradicional y extendida de legitimación política, los regímenes dictatoriales celebran elecciones, aunque no son comicios democráticos, libres y competitivos sino elecciones de derechos restringidos, o farsas electorales.

Ahora bien, la autoridad de un gobierno elegido por el pueblo debe ser acatada por todos, aún por quienes no votaron a dicho gobierno sino a otra opción política que resultó derrotada en los comicios; esto en el entendido, por supuesto, de que se trata de gobernantes elegidos en votaciones libres y limpias, no mediante imposiciones ni fraudes electorales.

La validez de una elección y la legitimidad de un gobierno se deriva, pues, del carácter sacrosanto del voto, el cual tiene que ser respetado inclusive cuando los ciudadanos se equivocan y eligen a individuos demagogos, audaces y aventureros pero incapaces, corruptos y autoritarios. Si éste es el caso, entonces hay que esperar a una siguiente elección para castigarlos con el voto, y excepcionalmente quitárselos de encima a cómo sea, como ocurrió no hace mucho en Ecuador y está sucediendo ahora en Perú.

El próximo domingo habrá en Nicaragua elecciones municipales. La más importante de ellas será la de Managua, por razones obvias, en donde según las encuestas es casi inminente que gane el sandinista Herty Lewites, lo cual, para muchos nicaragüenses significaría el comienzo del regreso del FSLN al poder. Pero si ese fuera el resultado de la elección y ésta se hiciere de manera libre y diáfana, la voluntad del pueblo tendría que ser respetada y acatada por todos los nicaragüenses. Como también habría que respetar y acatar el voto popular si ganasen los candidatos del gubernamental PLC o del opositor Partido Conservador.

En realidad, aunque el resultado de la elección le guste a unos y le disguste a otros, si el voto es libremente emitido y limpiamente escrutado, constituye el sacramento de la democracia y como tal se le debe respetar y acatar.  

Editorial
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