Escuchaba el domingo 5 de mayo con cierto interés la primera intervención televisada de José Raúl Mulino, justo después de ser proclamado virtual presidente de Panamá. No solo porque me queda algo cerca, apenas a una frontera de distancia, sino porque quería comprobar si la deriva centroamericana que lleva años afianzándose, marcada por la consolidación de los perfiles políticos populistas y autoritarios, iba a llegar a su merecido colofón y a cerrar el círculo con el país más meridional del istmo. Conquistado el bastión panameño, ya el resto de los presidentes de la región podían dormir tranquilos: habían llegado hasta el último rincón de territorio expugnable.
Bien es cierto que en el camino ha habido una pérdida sustanciosa, por bien que seguramente temporal: en Guatemala se coló por la vía electoral un demócrata insospechado que ha alterado el tablero de juego y ha puesto de uñas y dientes a la fiscal general y a las oligarquías tradicionales, que tan cómodas manejaba sus asuntos desde tiempos inmemoriales. Incluso en un alarde de honestidad llegaron a colocar en la máxima jefatura del Estado hace pocos años a un actor cómico, con lo que demostraban el verdadero sentido que le daban al ejecutivo: una pantomima para seguir robando y manteniendo a la mayoría indígena de país en el subdesarrollo. Hasta el mismo día en que Bernardo Arévalo debía tomar posesión hubo amagos de impedirlo mediante triquiñuelas en el Parlamento, que obligaron a atrasar la sesión hasta bien entrada la madrugada.
Así que merecía la pena escuchar el discurso inicial de Mulino para garantizar que hemos llegado al cabo de la calle. Ciertamente, estamos ante un hombre fogoso y de nervio inflamado, arquetipo del político que viene a ofrecer soluciones para todos los problemas sin necesidad de entender sus causas. Pero no me importaba tanto la forma sino algunos detalles clave. Ese mismo día, aprovechando que iba a depositar su voto, se metió con garbo en la embajada de Nicaragua para saludar al expresidente Ricardo Martinelli, enjuiciado por el caso Odebrecht y asilado en esa legación diplomática con la generosa bendición del gobierno de ese país. Martinelli, que estaba impedido de hacer proselitismo electoral, se saltó las prohibiciones y realizó ese día su acto supremo: ensalzar a su delfín y auparlo a la presidencia. Lo dijo Mulino en la noche sin asomo de sonrojo: el triunfo era no solo suyo sino también de su mentor.
Es evidente que para que todo esto funcione es necesario que la gente (¡el pueblo!) acuda a sus centros de votación y certifique el aval al candidato de turno. Pero en países donde la cultura democrática es escasa, la formación política está todavía en pañales y la corrupción enquistada en las más altas esferas del Estado, toda campaña electoral nace con las cartas marcadas. Solo el candidato que tenga el apoyo económico de los núcleos de poder (es decir, de los que ya gobiernan de facto), que tenga acceso a los medios de comunicación oficiales, que sepa vender humo ante un micrófono (y a ser posible a gritos), y que hable en nombre de los pobres sin necesidad de salir de su condominio privado, tendrá verdaderas opciones de ser el Elegido. Algunos incluso han decidido que los votos los cuentan ellos mismos y meten en un avión rumbo a Washington a sus rivales potenciales sin boleto de regreso: para qué perder el tiempo en trámites administrativos si ya saben quién va a ganar.
Basta mirar la nómina de expresidentes de la zona, como es el caso de Martinelli, para tener un elenco de brillantes precedentes del actual panorama: los salvadoreños Mauricio Funes y Sánchez Cerén, perseguidos por la justicia de su país y refugiados en Nicaragua, que se ha convertido en un oasis para los fugitivos por corrupción. El guatemalteco Otto Pérez Molina, encarcelado por el caso de La Línea, que era una estructura criminal creada para evadir impuestos con ramificaciones en la empresa privada. El hondureño Juan Orlando Hernández, extraditado a los Estados Unidos y hallado culpable por tres cargos de narcotráfico en una corte federal. El nicaragüense Arnoldo Alemán, al que la procuraduría de su país investigó y probó con evidencias su complicidad en el lavado de dinero, y que fue casi amnistiado por el actual inquilino en el trono. Incluso en esta Suiza tica en la que como y duermo cada día, también hay casos de sobornos y tráfico de influencias de algunos exmandatarios. Y la lista se puede hacer tan larga como pudiera serlo esta columna.
El problema es que esta secuencia interminable ya se ha enquistado en los resortes del Estado de derecho, y también en la conciencia colectiva de la sociedad. Cuando nos ha fallado el último caudillo, nos abocamos con todas nuestras fuerzas al próximo, que será el que aportará nuevas soluciones mágicas para Centroamérica: pero ya la tendencia marcada por Nicaragua y El Salvador es la del sillón perpetuo y hereditario. ¿Para qué cambiar de presidente cada pocos años si la aventura nos ha ido siempre tan mal? Por mucho que haya constituciones vigentes, el espíritu de Montesquieu ha muerto. Nadie extraña la democracia porque no se puede añorar aquello que nunca se ha tenido, y es más fácil confiar en una persona-guía que en un tumulto funcionarial que se pierde entre edificios oficiales.
Aunque la ficción suele imitar a la realidad, aquí pareciera que sucede exactamente lo contrario, y que las espléndidas novelas latinoamericanas de caudillos son copiadas y aun mejoradas por nuestros insignes cabecillas: Asturias, García Márquez, Vargas Llosa o Roa Bastos se quedaron cortos en sus imaginarias desventuras de dictadorzuelos, sin saber entonces que en el centro de América se crearía el laboratorio para corporeizar personajes en serie. Ya en su Canto Nacional nos hablaba Ernesto Cardenal de los políticos “como murciélagos ciegos que nos cagan”, verso tan parodiado en el pasado y ahora tan clarividente. O volviendo siempre a Pablo Antonio Cuadra, que después de la alegría temporal nos avisa que “en la grieta oscura de uno o dos corazones / calladamente anidaba la nueva tiranía”.
No hay destino infalible, por mucho que a veces nos lo parezca, y en estos tiempos donde hasta el libre albedrío se pone en duda desde la propia ciencia. Pero este círculo perdurable de ruindad solo puede ser afrontado desde la convicción social de que la política sigue siendo necesaria para el efectivo ejercicio de nuestros derechos, y que lo público debe ser defendido como el lugar que nos compete a todos, y que entre todos se construye. Cuando ese espacio es ocupado por el populismo más banal y por los ventajistas al acecho, se rompe la confianza en el Estado y se resquebraja la cohesión ciudadana, y se abre entonces la puerta a esa tiranía que anunciaba PAC. No hay que abandonar la política sino volver a ella, con esfuerzo y con tenacidad, hasta las últimas consecuencias. Nos va la vida en ello.
El autor es cooperante español en Centroamérica.