La mentira es algo repugnante. Jesús la detestó con vehemencia. “El padre de toda mentira es el diablo” (Jn 8:44). Parecidas expresiones se encuentran en los textos bíblicos escritos hace miles de años: “Yavé abomina los labios mentirosos, pero se deleita en los que dicen la verdad” (Pro 12:22). Dentro del amplio espectro de las mentiras las más malignas son aquellas que buscan encubrir acciones perversas o inconfesables, y más aún cuando causan un gran daño social.
Las mentiras de Maduro y sus compinches sobre las elecciones venezolanas pertenecen a esta categoría. A través de un fraude descomunal quieren negarle a una población desesperada el sagrado derecho de escoger sus representantes y conducen a Venezuela a un abismo de sangre, exilios y más miseria. Lo peor del caso es que lo hacen con plena conciencia de que mienten. Las evidencias del fraude son tan flagrantes, tan elocuentes, que no puede haber una sola persona que lo haya visto de cerca y esté en su sano juicio, que pueda creer que Maduro obtuvo la mayoría de los votos o que pueda negar que Edmundo González ganó con un margen sin precedentes.
Ni Maduro mismo se lo cree. Ni tampoco sus generales, los miembros del CNE (Consejo Nacional de Elecciones) Diosdado Cabello y sus demás secuaces; ni Daniel Ortega, Rosario Murillo, Avilés y Díaz Canel. Y ni tampoco López Obrador, Petro y sus otros afines lo creen, a menos que sus prejuicios y pasiones —o el espíritu de la mentira— les haya nublado el juicio.
Para nadie era difícil saber que Maduro era impopular. Él lo dio a entender cuando impidió la candidatura de María Corina Machado, pues sabía que lo sepultaría con sus votos. Igual cuando impidió la llegada de observadores de la Unión Europea y de otros países. “El que no las debe no las teme”, dice bien el dicho popular. Quien está seguro de su popularidad, o que sin estarlo respeta las reglas del juego democrático por tener un mínimo de decencia, no objeta que compitan sus rivales o que testigos neutrales observen el proceso. Tampoco oculta las actas de cada junta receptora de votos, como hacía Roberto Rivas en las elecciones nicaragüenses.
Ahora han inventado que la oposición, y luego Elon Musk, hicieron un sabotaje cibernético contra las actas. ¿Habrá quien lo crea? ¡Qué degeneración moral, qué cinismo! Se necesita haber llegado a un alto grado de maldad o ceguera espiritual para mentir así y ser cómplices, activos o pasivos, no sólo de embustes manifiestos, sino de tanto dolor y de una dictadura sangrienta y corrupta. ¿Dónde está —habría que preguntar— su moral, dignidad, o sentido del honor? ¿Tendrán tan adormecida su conciencia o de que no sienten el más mínimo escrúpulo, vergüenza o incomodidad, cuando frente a las cámaras dicen lo que saben que no es cierto?
¡Qué contraste el de esta banda de delincuentes con María Corina Machado, una moderna Juana de Arco cuya veracidad se transparenta en su rostro! Realmente es lacerante ver estas castas de mentirosos —verdaderas razas de víboras— entronizadas en el poder, y a ciertos personajes o gobiernos incapaces de condenar inequívocamente sus farsas.
Ojalá viesen la indignación que muestran hacia ellos las escrituras: “Desde el vientre de su madre se desvían los que dicen la mentira. Su veneno es veneno de serpientes, son sordos como el áspid que se tapa el oído” (Sal 52:4,5). Ojalá viesen sus advertencias: “¡Ay de los que a lo malo dicen bueno, y a lo bueno malo!” “¡Ay de los que justifican al impío mediante cohecho, y al justo quitan su derecho!” (Isa 20:2-4). Ojalá viesen a dónde se dirigen si persisten en ignorarlas: “Los mentirosos tendrán su parte en la muerte segunda, en el lago que arde con fuego y azufre” (Apoc 21:8)
El autor es sociólogo e historiador. Autor del libro En busca de la tierra prometida. Historia de Nicaragua 1492-2019.