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La paz social y el Estado

Yo había prometido publicar esta semana un artículo sobre la educación en nuestro país (16/11/2023). Voy a posponer esa entrega para responder la pregunta “¿Cuál es el papel del Estado?”, que me invita a contestar Humberto Belli en LA PRENSA del 20/11/2023.

Las interpretaciones más aceptadas de la formación del Estado moderno y democrático al que aspiramos los nicaragüenses nos dicen que, históricamente, el papel del Estado ha sido enfrentar y tratar de resolver la “insociable sociabilidad de los seres humanos” (Kant), es decir, la paradójica situación que resulta de nuestra necesidad de vivir en sociedad, al mismo tiempo que nuestros instintos primarios nos impulsan a actuar en función de nuestros intereses particulares, sin tomar en consideración los del “otro” y la “otra”; la empleada doméstica que trabaja como esclava y sin prestaciones, el migrante convertido en productor de remesas, o el afectado por el Nemagón.

Si concentramos la atención en el surgimiento del Estado Social que tanto le preocupa a Humberto, descubriremos que, efectivamente, este nace en las últimas décadas del siglo XIX y comienzos del XX como la respuesta política, teórica e institucional de la sociedad europea a la intensificación de la “insociabilidad” generada por las inhumanas condiciones en las que la clase trabajadora de Europa operaba durante la Revolución Industrial. Puesto de otra forma, Europa enfrentó las tensiones y contradicciones del capitalismo del siglo XIX, mediante la incorporación de la justicia social a las tareas del Estado. Al hacerlo, como algunos autores señalan, el Estado salvó al capitalismo de su propia voracidad al evitar una explosión social. Más aún, el Estado de Bienestar y la institucionalización de los derechos sociales de la clase trabajadora, elevó el desarrollo humano de la Europa Occidental, los países nórdicos y otros países, como Canadá, a niveles sin precedentes. En América Latina, los países que hoy ocupan los más altos niveles de desarrollo son, precisamente, los que mejor adaptaron ese modelo a sus condiciones particulares.

Es la segunda vez en mi intercambio con Humberto que menciono los anteriores ejemplos, que merecen ser profundizados. Desdichadamente, mi interlocutor sigue ignorándolos y brincando sobre las evidencias históricas y la teoría social, para insistir que el Estado Social es, apenas, una “bien sonante propuesta”; y que la justicia social “pervierte” la democracia y corrompe al pueblo.  Humberto, además, insinúa que la justicia social es un “robo” porque, entre otras cosas, el Estado no tiene la obligación de ¿¡pagarnos viajes a Europa!?; que los efectos socialmente niveladores de la justicia social equivalen “a darle buenas notas a los malos alumnos”, y otras extravagancias que muestran confusión o una deficiente comprensión de los conceptos que él utiliza en sus artículos del 20/11/2023 y del 27/11/2023.

Aclaremos: El Estado Social es una realidad, como lo muestra el caso de los países antes mencionados, y una posibilidad histórica realizable. ¿Cómo? Mediante la práctica política democrática que —remitámonos por favor a la historia y la teoría social— sigue siendo la mejor manera de conciliar las tensiones y contradicciones que se derivan de nuestra insociable sociabilidad.

La práctica política democrática permite dos cosas: la confrontación de visiones de sociedad, y la puesta en práctica de aquellas que logran legitimarse mediante el ejercicio de la soberanía popular. Lo primero es un ejercicio difícil pero no imposible en la Nicaragua de hoy. Gracias a medios como LA PRENSA, podemos, por ejemplo, debatir las ideas de Pedro Joaquín Chamorro Cardenal quien, desde su perspectiva humanista y cristiana, argumentó que, en un país de pobres como Nicaragua, la política y el Estado deberían priorizar la suerte de los más desamparados. La oposición anti-sandinista nicaragüense, cuyos principales “líderes” se revelaron abiertamente a favor de Milei, también podría participar con los argumentos de Humberto, aunque para ello tendría que invalidar lo mejor de la teología cristiana, la filosofía política, y la ética social.

Los sandinistas, cuando se deshagan de la mara que los controla, podrían proponer su propio modelo. Y hasta yo metería mi cuchara proponiendo la “delimitación de sistemas sociales” que aprendí de mi maestro, el filósofo y sociólogo brasileño, Alberto Guerreiro Ramos. Este enfoque —que defiende la “economía de mercado” pero que rechaza la “sociedad de mercado”— busca evitar que la racionalidad utilitaria que orienta la acumulación de capital —y que se traduce en que solo “el que tiene plata, platica”—, se imponga sobre servicios que, como la salud y la educación de calidad, deben estar a la disposición de todos/as los/las nicaragüenses, por su condición humana y ciudadana, independientemente de su capacidad de pago.

El Estado y los intelectuales

Pero hay algo más. Para construir el Estado que necesita Nicaragua, no solo basta proponer modelos y luego usar la democracia electoral para escoger la propuesta ganadora. También necesitamos construir, como lo hemos dicho repetidamente, un mínimo consenso social que refleje con justicia los derechos y las obligaciones de los diferentes sectores de nuestra sociedad. Sin ese consenso, la democracia electoral se traduce, simplemente, en un proceso para seleccionar ganadores y legalizar antagonismos sociales existentes (Ver: Robert Dahl). Ilustremos la idea del consenso social con dos ejemplos.

En Canadá, el papel del Estado en la provisión de servicios de salud, como un derecho ciudadano, es una pieza central del consenso social en ese país. La sociedad y los partidos políticos canadienses debaten la manera de administrar ese sistema de salud, pero no la existencia del sistema en sí, porque el derecho a la salud forma parte del DNA político-cultural canadiense. De igual forma, ningún político con intenciones ganadoras en Costa Rica propondría la privatización del sistema educativo de ese país, porque la educación pública de calidad forma parte del imaginario y del contrato social costarricense. Este “contrato” contrarresta la incertidumbre y volatilidad de los procesos electorales, nutre la legitimidad de sus resultados, y contribuye a la paz social.

La necesidad de fundar un contrato social en Nicaragua impone una responsabilidad especial en quienes escribimos libros y artículos que forman opinión en Nicaragua. Más concretamente, los intelectuales nicaragüenses estamos obligados a imaginar y teorizar la Nicaragua del otro y de la otra en nuestras propuestas, para tomar en cuenta las necesidades y aspiraciones que surgen de la Nicaragua que no es la de nuestro medio social, nuestras creencias religiosas, nuestros valores políticos, y nuestra identidad sexual. Este esfuerzo imaginativo es fundamental para desarrollar lo que el filósofo y semiólogo Roland Barthes llama “el instinto de matiz”, que es indispensable para “pintar” Nicaragua en colores que nos representen a todos/as y, especialmente, a quienes no tienen voz. Esto, Humberto, no debe descalificarse como una “bien sonante” propuesta.

El autor es profesor retirado del Departamento de Ciencias Políticas de la Universidad Western Canadá.

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