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Para escribir

Frustración. Tienes la mente acelerada, abarcas demasiado y no logras pescar esa idea que anhelas. Estás en blanco frente al vacío de una hoja, el peso de la nada te abruma. Las letras se agolpan una sobre otra, las palabras se yuxtaponen sin sentido sobre la tundra del papel. La lluvia de ansia se ha apaciguado y ya no sientes ese ardor que te pedía escribir. Miras eso que tus dedos escribieron por ti y te aterras por la falta de alma que tienen las palabras. El enojo borra todo por lo que trabajaste. El blanco vuelve a la cotidianidad de la página. El ciclo vuelve a comenzar.

Agobio. Los minutos mueren con rapidez. El tiempo se te viene encima. Ya no sabes qué hacer. Empiezas a garabatear letras sin significado. Buscas respuestas en el azar. El blanco se tiñe de angustia. Los segundos se derrumban. El corazón no tarda en acelerarse. Las manos se mueven sin dueño. Las palabras nacen. Las oraciones se van formando. La idea todavía no llega. El texto aún no tiene espíritu. El negro de la tinta grita por la vida. Nada tiene sentido. No lo necesita. El final se acerca.

Inspiración. Cae como un rayo la musa rehuida y te susurra los que necesitabas. Esa pequeña frase que, como una enredadera, se extiende a lo largo de la página en blanco y hace florecer todas las ideas de un texto en formación. Como una fuente, escupes el agua de vida que moja y alimenta las ramas de aquello que tenías dentro y que, por fin, pudiste encontrar. No todo está perdido.

Esfuerzo. El camino es largo y extenuante, como una peregrinación hacia lo desconocido, caminas sin saber la ruta, pero manifestando el deseo de saber a dónde quieres llegar. Un párrafo más, una oración más, una palabra más. La incertidumbre se convierte en una rosa de los vientos que te indica el camino hacia el oasis de la creatividad. Seguir trabajando, seguir escribiendo, seguir sangrando imaginación con cada letra que aparece. Solo tienes que poner un punto más, un espacio más. De un plumazo creaste un palacio de caracteres que guardan la semilla de una idea única. Hiciste arte con tus manos.

Realidad. Satisfecho tomas al texto neonato, lo alzas como la semilla germinada de tu mente y alma, con cuidado y cautela lo revisas. Minucioso, buscas en él cualquier defecto. Como un espartano, envías a tu creación a la orilla de un barranco; cualquier imperfección le dará una sentencia peor que la muerte, cualquier defecto lo condenará al olvido, lo regresará al frío infierno del abandono. Los errores empiezan a erupcionar.

Ansiedad. Son demasiados, los puedes ver aparecer en cada línea, en cada palabra, en cada espacio. Relees lo que acabas de hacer y nada se parece a la idea que tenías en tu mente. Eso que tienes enfrente es la monstruosa imagen de alguien esquinado, de un mentiroso que trata de cubrir sus embustes. No reconoces las frases, te espantas por la falta total de poesía, de energía. El texto está casi muerto. No, esto no puede ser obra de tu sudor, de tu mente; esto no es fruto de tu corazón. Reniegas de aquello que tanto te costó.

Paz. Respiras, observas tranquilo tu trabajo. Cambias una frase por aquí, rediriges un párrafo por acá, cambias una palabra, agregas un punto, le metes más prosa, le soplas pequeñas bocanadas de esencia y, poco a poco, el error que amanecía en los papeles se transforma en un atardecer de gozo. Por fin puedes ver los destellos de tu mente brotar entre las líneas negras. Tu escrito, el retoño de tu alma, esa pieza de tu propia existencia, vivirá para siempre. [FIRMAS PRESS]

El autor es escritor panameño.

Opinión
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