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La angustia humana

(FIRMAS PRESS) Un trago, una calada, un pinchazo; el amargo ardor que desciende por la garganta, el pesado humo llenando los pulmones, el agudizado dolor del metal penetrando son las sensaciones que traen algo de consuelo al desesperado. Son esas las “herramientas” las que parasitan a los exasperados. Porque al hombre le encanta perseguir el placer, se distrae al perseguir mariposas que lloran azúcar y miel. Enviciado en la rutina, embobado por la adrenalina, concentrado en la búsqueda constante de encontrar algo que haga que se sienta bien. Se pasa la vida entrando por caminos cada vez más angostos para suplir la creciente necesidad de sentir algo.

¿Y qué pasa cuando el hombre encuentra eso que calme esta asfixiante carencia? Él se envuelve en ella y ella se envuelve en él. Una enredadera cubriendo una estatua. Ahí es donde germina la adicción. Repetir platos en la interminable cena de la vida; regresar a aquello que te “resguarda” de la tormenta. Buscar el cómo silencia el porqué, la ablepsia genera tensión que rompe cualquier lógica. Ya no se necesitan ni explicaciones ni discursos, solo se requiere una vía para conseguir el maná. Saciar el hambre, la sed y el sueño con la mera visión de aquello que está encerrado en nuestra consciencia. Regando a la trepadora que los recubre y encierra. Se sacia empeorando el estado de la situación.

El poder de la dopamina en el cerebro hace que se defenestren la moral y la ética. Se eliminan los límites y las fronteras, ya no hay una montaña que no se pueda escalar, ya no hay una selva demasiado densa ni un océano demasiado grande. Los obstáculos se ven pequeños al lado de la recompensa de volver a drenar la tristeza del cuerpo. Porque nunca se está todo lo feliz como es posible, ni lo tranquilo ni atento. Porque el reflejo de un espejo acobarda hasta al más valiente, el recuerdo de lo que se hizo para llegar a este punto en la línea del espacio-tiempo solo se acalla con un nuevo crecimiento de la hiedra sobre la efigie.

Ahí nacen las peleas, los conflictos y el resentimiento de los que rodean el invernadero viviente. De ahí sale el odio gestado por la intolerancia y el desconocimiento. Porque la alegría se queda en un suspiro, resguardada en la memoria y en la esperanza de volver a sentirla. Ya no lo llena nada que no sea un nuevo brote de la trepadora. Los gritos, las homilías, los sermones y las explicaciones pierden sentido porque nunca lo tuvieron dentro de la cabeza

de la escultura. El trabajo de seguir los tenues rayos de la razón es del prisionero en la cárcel de piedra y vegetación, es esa motivación la que agrieta las murallas verdes y grises que lo recubren. Esto no quiere decir que el apoyo externo no sirva para nada, al contrario, como una lupa magnifica el alcance y el grosor de tales luces, pero la odisea se recorre solo y a la meta se llega en solitario.

La salida al exterior tampoco es cómoda, sudores, dolores y temblores recubren el cuerpo que recupera libertad. La ansiedad reina en los que ahora no saben qué hacer, los barrotes se aprecian reconfortantes ante el ácido viento del libre albedrío. Porque el humano se acostumbra, los músculos se acomodan y los nervios ceden sensibilidad ante la imposición. Pero la salada felicidad de poder pisar el césped que recubre la tierra, sentir las gotas de mar jugar con nuestra piel o acariciar la brisa que brota del horizonte, son minúsculas razones, pero que cargan detrás un peso tremendo para escapar de la imposición de la hiedra. [FIRMAS PRESS]

El autor es escritor panameño.

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