Ese viernes 13 comenzó raro para mí. Yo soy un tipo de rutinas y tras que me levanto mi desayuno va más o menos así: me corto un poco de fruta y pongo el café con leche en el microondas, voy a recoger LA PRENSA al porche y llevo las galletas de avena a la mesa. Un minuto y medio. Ese día no llegó LA PRENSA ni hubo periódico que recoger en el porche.
No es que no lo supiera, pues desde el día anterior estuvimos hablando de eso y los planes para seguir informando, pero resulta descorazonador percatarse que YA sucedió al ver el porche vacío, sin la bolsa con los diarios que desde hace muchos años llegaban cada madrugada a mi casa.
De hecho, me levanté con la desazón de estar viviendo días feos. El día anterior supimos que ya no había más papel para seguir imprimiendo LA PRENSA. Que otra vez Aduana estaba reteniendo las materias primas como pasó hace más de un año, sin explicación legal alguna. Que la dirección del Diario dijo que esta vez era imposible seguir publicando el impreso, como en los 500 días anteriores que LA PRENSA sobrevivió haciendo ediciones enflaquecidas con cualquier tipo de papel del que se pudiera echar mano. Eso, dijeron, significó un desgaste enorme. Esta vez se iba a apostar a la plataforma digital que estaba ya más robusta que en la crisis anterior.
Casi al final de la tarde, una colega me escribió: “¡Ya hay papel!” “¿Dónde viste eso porque yo no sé nada?”, le dije. “Ahí están diciendo”, contestó, y me envió unas fotos de unas pocas bobinas. Con algo de esperanza, lo confieso, escribí a uno de los encargados preguntando si eso era cierto. Me dijo que no. Le reenvié la foto y me dijo que esas eran unas bobinas de papel “pacificote” que usa la Imprenta para hacer libros. Bobinas viejas y en mal estado de las que echarían mano para mantener la Imprenta Comercial produciendo. Aunque no trabajo ni manejo la administración, quienes trabajamos en LA PRENSA sabemos que la Imprenta del periódico y la Imprenta Comercial son dos cosas muy aparte. “Es fake tu noticia”, le contesté a la colega. “Alegrón de burro”, dijo ella.
A las nueve de la mañana de ese viernes 13, me fui para LA PRENSA. Cuando inició la pandemia comenzamos a trabajar desde casa, pero en los últimos meses acostumbro llegar a trabajar en los cierres de Magazine y Domingo, porque me permite corregir en el terreno algunos errores que se nos estaban pasando con el trabajo a distancia. Para mí, que tengo 20 años de trabajar para LA PRENSA, es un golpe emocional llegar a aquel edificio semivacío que antes bullía de carros, corillos, uno que otro grito, y gente yendo y viniendo. Llegar a esa oficina, íngrimo en la pequeña redacción de revistas, por esos pasillos semioscuros, es acongojador.
Revisé los trabajos pendientes, edité lo que tuve que editar, y en un golpe de nostalgia me puse a revisar unas cajas que ni siquiera había desempacado desde hace más de un año. Ahí encontré las manualidades que mis hijos me regalaban el Día del Padre cuando estaban en preescolar. Como les dije, fue un día raro para mí. Andaba el sentimiento a flor de piel. Por impulso les tomé fotos y las subí a Facebook: “Yo soy aquel que guarda por más de 20 años las manualidades de sus hijos…”
Estaba terminando de poner el post en Facebook cuando llegó alguien y me dice:
—La Policía está en el parqueo.
—¿Frente a LA PRENSA?
—No, aquí adentro. Asomate por la ventana.
Efectivamente. Patrullas, policías y antimotines. En ese momento supe que era la toma que siempre temimos. Al poco tiempo teníamos a policías en nuestras oficinas diciéndonos que debíamos salir y concentrarnos en uno de los parqueos. Que nadie usara celular. No nos dijeron nada más. Calculé que estábamos unas 60 personas ahí, más de las que yo creí que hubiese en ese edificio que se miraba vacío.
Hasta donde vi no actuaron con prepotencia esta vez, incluso hasta con una amabilidad casi teatralizada. Un policía le quitó el celular a alguien, y a los pocos minutos vino su jefe a devolverlo con cara de perdonavidas: “Aquí no estamos quitando celular a nadie. Pero no lo use”, declaró para que todos oyéramos.
Un grupo de policías, aparentemente jefes, y algunos funcionarios de Aduana, iban y venían con el gerente general de LA PRENSA, Juan Lorenzo Holmann, a quien se le veía sudando, pero sereno y cortés con los allanadores. No lo vi atemorizado. Un cardumen de periodistas oficialistas que llegó en tromba junto con los policías seguía ese ir y venir cámara en manos. Tenían la libertad de moverse por todos lados, filmar, fotografiar y usar celulares, que nosotros no teníamos.
Juan Lorenzo Holmann asumió la gerencia de LA PRENSA hace algunos meses apenas. Cuando llegó parecía que le iba a quedar grande asumir la capitanía de ese barco en medio de la tormenta que se está viviendo. Pero, con el tiempo se fue ganando mi aprecio y admiración, porque puso especial énfasis en tratar bien a los trabajadores, hacer de todo para no despedir a nadie, y correr todos los riesgos que su nueva posición implicaba. Posición que horas más tarde lo llevaría a las cárceles del régimen.
Cerca de las dos de la tarde, uno de los jefes policiales se acercó al grupo que estaba retenido y dijo que podíamos regresar a las oficinas y trabajar “normalmente”. Que si queríamos salir a comer podíamos hacerlo y si queríamos irnos, igual. Hasta ese momento pude revisar el celular. Vi que en que algunas redes ya me daban por “detenido” y tenía muchas llamadas y mensajes preguntando por mi situación. Como no podía contestar a cada uno de los mensajes escribí un tuit: “Estoy bien…”
Al llegar a las oficinas supimos, sin embargo, que no podíamos trabajar porque la Policía había desconectado el servidor y el internet interno, vital en nuestro trabajo. Alguien de administración dijo que lo mejor era irse del edificio y trabajar desde casa, si se podía.
Con un compañero hablamos de la gravedad del asunto. Atacar a LA PRENSA no es solo un ataque a nosotros los periodistas, ni a los dueños, sino a todos los lectores, incluso aquellos que pueden estar en desacuerdo con sus informaciones. No sé quién puede creer que resulta mejor una sociedad sin medios de comunicación independientes del Gobierno. Basta imaginarse que solo podamos escuchar el discurso oficial para saber que no es esa la sociedad que queremos.
Inesperadamente la salida del edificio no fue complicada. No nos revisaron, no nos quitaron los equipos como temíamos, y no nos persiguieron o detuvieron más adelante como suele suceder en otros casos. Dejé el edificio de LA PRENSA con la incertidumbre de si voy a volver algún día. Ahí quedaban 20 años de mi vida y tanto en lo que creo, en una situación incierta. Mi oficina con todos mis libros y hasta las manualidades que alguna vez me regalaron mis hijos. No sé si volveré a verlas.
Adentro, en ese templo del periodismo, quedaban patrullas, antimotines y agentes y funcionarios queriendo ver en el poco papel de la imprenta comercial —que nunca dijo que dejaría de funcionar porque lo hace con otra lógica— el papel que ellos mismos no dejan llegar a la Rotativa. Afuera, una Managua que se comporta como si no pasara nada. Bares semillenos en una tarde de viernes, embotellamientos y mendigos en cada semáforo. Pareciera una ciudad ajena a su mal. Como si en esos momentos no se estuviesen tomando una de las más importantes instituciones de la historia de Nicaragua. Como si no hubiesen más de 150 personas en las cárceles, básicamente, por ser opositoras. Es, creo, una indiferencia aparente. Basta conversar con cualquiera, incluso con ese ciudadano que está frente a una cerveza esa noche de viernes 13, para que diga: “Esto va mal, muy mal…”