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A la izquierda, Álvaro Navarro en su niñez. con su madre. doña Jacoba Navarro. A la derecha, el periodista en la actualidad, como director del medio Artículo 66.

La lección que Álvaro Navarro nunca olvidó

El director de Artículo 66 fue un niño que vendía agua helada y hurgaba en la basura en busca de comida. Pese a todo nunca olvidó la lección que su madre le enseñó con fuego.

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Cuando Álvaro Navarro era niño tomó diez córdobas del dinero de su mamá para comprarse un paquete de botonetas. Su madre, doña Jacoba, se enteró del robo cuando al lavarle la ropa encontró el vuelto en el bolsillo de un pantalón. Entonces lo tomó de las manos y se las acercó a un tizón encendido, lo justo para que sintiera el calor del fuego sin que le salieran ampollas. Era su forma de decirle que primero le quemaba las manos, antes que dejarlo ser un ladrón.

Álvaro nunca olvidó la lección, pese a que en los siguientes años tuvo que vender ambulante y “pescar” en la basura para poder comer, antes de que un golpe de suerte le permitiera asistir a la escuela y aspirar a una carrera universitaria.

Pensaba en eso al salir de la Fiscalía el pasado 4 de junio, luego de que lo citaran para ser interrogado sobre su quehacer periodístico, como “testigo” en el caso de presunto “lavado de dinero” que el régimen Ortega Murillo promueve en contra de la precandidata presidencial Cristiana Chamorro Barrios.

“Yo vengo de haber sido un niño que hurgó en la basura, que vendió agua helada en el mercado Oriental, a mí no me van a contar de dignidad, de valor. Esta dictadura no nos va a poder silenciar aunque lo quiera”, declaró ante los medios de comunicación.

Estaba “emocionado”, recuerda ahora el director de Artículo 66. “Yo siempre procuro resaltar el tema de los principios, porque a mí me enseñaron de honradez y honestidad con un tizón”.

El periodista Álvaro Navarro al salir de su citatoria en la Fiscalía. LA PRENSA/ Cortesía Houston Castillo

Cinco Pinos

Álvaro es el tercero de los cuatro hijos (tres hombres y una mujer) de doña Jacoba Navarro. Nunca conoció a su padre. Alguien le contó que se llamaba Rodolfo García y que dejó alrededor de cuarenta hijos “regados”, por eso cada cierto tiempo aparecen nuevos hermanos. “Entiendo que ya falleció”, comenta el periodista. “Dicen que era diabético”.

Vivió sus primeros años en una comarca diminuta del municipio de Cinco Pinos: El Carrizal. Era una vivienda de adobe, en la que su madre había improvisado una pulpería tan pequeña como aquel caserío.

Para abastecerla viajaban a Chinandega o cruzaban la frontera para comprar cosas en territorio hondureño. Ocho kilómetros por carretera, luego cruzar un río y ya estaban en una comarca de Honduras. Ahí tomaban una buseta que los llevaba al municipio de El Triunfo y doña Jacoba compraba “cosmetiquitos y caramelos”, cosas muy básicas que alcanzaban en una cesta de mano.

Fue en uno de esos viajes que las autoridades hondureñas la apresaron. “Todos íbamos en una camioneta, como al ride, pero pagando pasaje”, recuerda Álvaro. “Nos detuvieron en un retén y echaron presas a varias mujeres que iban a hacer compritas, entre ellas mi madre. Me llevaron al comando, nos tuvieron ahí todo un día y yo en una lloradera. Tenía siete u ocho años. Eran de las cosas que mi mamá hacía para sobrevivir”.

A veces Álvaro y su hermana mayor salían a vender a las comarcas vecinas: tomates, cebollas, azúcar libreada, pescado seco en Semana Santa. Pero la situación económica familiar no era buena y un día doña Jacoba tuvo que migrar a Managua para trabajar como empleada doméstica. Los niños quedaron a cargo de una familia amiga.

Álvaro ya no quería estar en Cinco Pinos y avisó que se iba a Chinandega para vivir con una tía. Sin embargo, ese año le fue tan mal en los estudios que decidió mudarse a Managua, con su tío Venturita, un hombre tan noble como pobre.

Venturita vivía en una casa de ripios en un asentamiento conocido como La Pedrera y sobrevivía con lo que lograba ganar como vendedor ambulante de toallas de mano (aquellas que tenían rayas de colores), maní, agua y jugos de naranja, ahí en los callejones del mercado Oriental. Su sobrino empezó a acompañarlo y pronto se “independizó” con su propia venta de agua helada.

Tiempo después Venturita vendió su casa y se trasladó a una de zinc, al sur del barrio Villa Flor. Dio a hacer un carretón para recorrer con su sobrino lo que, desde su pobreza, consideraban “la zona de los ricos”: barrios como Villa Venezuela, Jardines de Veracruz y Villa Flor. Iban de acera en acera, de bolsa en bolsa, rebuscando latas y papel o cosas que siguieran en buen estado, alguna cartera de mujer, alguna mesita de madera.

A veces también iban al mercado Mayoreo, para hurgar entre la basura descartada por las vivanderas. Ahí recogían verduras que llevaban a casa para preparar sopas con menudencias de pollo.

El periodista llora. Le ha emocionado el recuerdo de aquellos humildes caldos.

Las patas y los pescuezos de pollo “son ricos”, pero a Álvaro ya no le gustan. Le recuerdan aquellos días ingratos y su promesa de que cuando conociera una mejor vida nunca volvería a comer esas partes de los pollos. Tuvo que romper su juramento en junio de 2020, cuando se recuperaba del Covid-19, que casi lo mata, y alguien le ofreció un caldito de menudencias.

“Me quedó ese mal recuerdo de algo que comía por necesidad. Una sensación bien fea”, explica.

Otra cosa que no olvida es el temor que sentía al hurgar entre la basura. Su tío Venturita y él se esforzaban para dejar las bolsas bien amarradas, a fin de evitar los regaños de la gente a la que no le gustaba que le tocaran su basura.

Cuando escucha que alguien se queja de los “pepenadores”, siempre sale en su defensa. “Ahí dejalos”, protesta. “No te van a dejar regada la basura”.

Álvaro Navarro (de rojo) con su madre, su hermano menor y su hermana mayor. LA PRENSA/ Cortesía familia Navarro

Una luz

Cuando Venturita se puso en amores con una señora, Álvaro se mudó con otro tío, Fernando. Siguió vendiendo agua helada en el mercado Oriental, sin mayores esperanzas ni aspiraciones, hasta que la esposa de ese otro tío lo puso en contacto con una promotora del Fondo Nicaragüense de la Niñez y la Familia, que vivía en el mismo barrio.

Con orientaciones de esa funcionaria, fue a la colonia 14 de Septiembre para preguntar por un curso de carpintería y ebanistería y ahí lo atendió doña María Luisa, la mujer que le cambiaría la vida.

Para entonces tenía 13 o 14 años y había llegado hasta el quinto grado de primaria. Vendía agua en la mañana y por la tarde se subía a la ruta 118 para asistir al taller de carpintería. Era uno de los alumnos más aplicados y el profesor dio buenas referencias cuando doña María Luisa llegó a hacer una supervisión.

La señora empezó a darle trabajitos de fin de semana, como cuidador de su casa, y pronto lo adoptó como uno más de su familia. Así Álvaro terminó la secundaria y no tuvo que volver a preocuparse por la comida de cada día.

Pero lo que más lo marcó fue el día que pudo sentarse a desayunar en un comedor, en la casa de María Luisa. Acostumbrado a comer en cualquier parte, cargando el plato en la mano, esa experiencia fue su primer vistazo a “otro mundo”. Un mundo que le había estado vedado hasta entonces.

Tras ser apadrinado por una familia, Álvaro Navarro pudo terminar sus estudios de secundaria. LA PRENSA/ Cortesía familia Navarro

Periodista

Desde niño le gustó hablar. A los 11 meses de edad todavía no caminaba, pero ya hablaba. Y platicaba hasta por los codos cuando acompañaba a su madre en sus diligencias, al punto de que sus hermanos le pedían que se callara.

Esa característica le ha servido de mucho en el ejercicio de la profesión que eligió, allá en 2005, cuando decidió estudiar periodismo pese a que la familia de doña María Luisa quería que escogiera Contabilidad.

Se ganó una beca para estudiar interno en la UNAN-Managua y luego, en 2008, fue propuesto por una profesora para hacer pasantías en VosTV. Su primera nota fue un rescate de tortugas realizado por los estudiantes de la UCC, recuerda.

Estuvo en ese canal hasta 2010, cuando una amiga le dijo que Carlos Fernando Chamorro estaba buscando un periodista para Confidencial, el medio que se convertiría en su casa los siguientes seis años.

En 2016 se fue para dedicarse a su propia productora, fundada dos años antes, pero extrañaba mucho el periodismo. Su novia de entonces le sugirió que llenara ese vacío utilizando las redes sociales para hacer un programa de entrevistas. Así empezó a gestarse lo que hoy es Artículo 66, la razón por la que Álvaro se encuentra en la mira del régimen Ortega Murillo.

El periodismo no le ha dado dinero, asegura. Pero se siente satisfecho con no pasar hambre y tener dónde sentarse a comer. Jamás come con el plato “en el aire”.

Hace muchos años, cuando era un adolescente, se dio cuenta “de que había dos mundos, el de las personas que apenas tienen para comer y se tienen que sentar donde sea y las personas que se sientan en un comedor”.

Ese es otro de los aprendizajes adquiridos a lo largo de sus 37 años de vida. Pero el más importante sigue siendo el que le enseñó su madre, al calor de un tizón.

Lea también: Álvaro Navarro: “Me ponen nervioso los segundos antes de tener que hacer preguntas que sé que van a molestar a mi entrevistado”

Doña Jacoba recibe un regalo de cumpleaños de parte de sus hijos. A la derecha, Álvaro Navarro. El otro joven es su hermano menor. LA PRENSA/ Cortesía familia Navarro

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