Álvaro Leiva mide un metro con sesenta centímetros y tiene cara de buena gente. Hace dos meses y medio su rostro no era muy famoso, pero ahora gran parte de los nicaragüenses podría reconocerlo en la calle. Se le ha visto recorriendo los caminos de Masaya con una bandera blanca, mediando en el intercambio de rehenes, liberando prisioneros e incluso sollozando desconsolado ante la sangrienta represión sufrida por el pueblo de la Ciudad de las Flores durante la crisis que atraviesa Nicaragua.
Ya la bandera blanca se volvió parte de su imagen. Cuando la lleva consigo, en medio de las balaceras, se cree más fuerte. La estrecha contra su cuerpo y siente que es como “recibir poderes”, como si esa bandera lo convirtiera en una especie de Hulk, inmune a las balas, los morteros y las piedras. Sin embargo, en el fondo sabe que eso no es cierto y también tiene miedo, como cualquier ser humano que se sabe mortal lo tendría en esas circunstancias.
En enero de 2015 asumió el cargo de secretario ejecutivo de la Asociación Nicaragüense Pro Derechos Humanos, una tarea que el obispo de Estelí, Abelardo Mata, puso en sus manos cuando la ANPDH trabajaba sobre todo en el norte del país. Hoy día la asociación se ha proyectado nacional e internacionalmente y va a la cabeza en el conteo de los muertos, los desaparecidos y los heridos que cada día deja la represión del gobierno de Daniel Ortega.
En estos meses el doctor Leiva se ha ganado el cariño de la gente (aunque nunca falta quien lo malquiera e incluso amenace de muerte) y son los propios ciudadanos quienes lo han sacado de la calle para protegerlo cuando, armado con su bandera blanca, ha querido detener las balas que matan a los masayas. A menudo se siente impotente, afirma, y quisiera ser como alguno de los protagonistas de esas películas de superhéroes que tanto miraba cuando tenía tiempo para ver televisión.
Ahora el día se le va en monitorear noticias, atender las llamadas de los periodistas, visitar ciudades que están bajo ataque de policías y paramilitares, contestar correos y leer la marabunta de mensajes que diariamente recibe porque sus números telefónicos son de dominio público: unos 2,400 solo en WhatsApp, sin contar los que le llegan por mensajería tradicional. Son denuncias de todo tipo y nivel de gravedad, como avistamientos de los ya tristemente célebres “escuadrones de la muerte”, saqueos, asaltos, desapariciones, tiroteos, torturas y asesinatos.
Desde el pasado 18 de abril, Álvaro Leiva ha perdido 25 libras, duerme un promedio de cuatro horas por día y jamás apaga su celular. Es que no puede evitar esa sensación de que no responder una llamada podría hacer la diferencia entre la vida y la muerte de más nicaragüenses.
El cura y el abogado
El padre Edwin Román, párroco de la iglesia San Miguel, y el doctor Álvaro Leiva son como Batman y Robin; aunque el sacerdote no sabría decir quién de los dos es Batman. A su juicio se han complementado el uno al otro en la tarea de salvar vidas y liberar prisioneros en Masaya, donde ambos habitan, una de las ciudades más asediadas por las fuerzas policiales y paramilitares del Gobierno.
Hace unas semanas corrieron media cuadra agarrados del brazo, bajo una lluvia de balas y morteros. Les urgía llegar a la parroquia San Miguel, porque cuando volvían de liberar presos en El Chipote les habían avisado que en el templo los esperaba el cadáver de un señor zapatero recién baleado en un enfrentamiento. Ese día vieron de cerca la posibilidad de morir. Y también la vez que una bala de AK-47 penetró en la casa del doctor durante una visita del cura.
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Se conocieron hace dos años y medio, cuando el padre Román llegó a Masaya y por coincidencia o por destino ofició la misa en los funerales de María del Pilar Sánchez, madre de Álvaro Leiva. A raíz de eso se hicieron amigos, por eso el sacerdote le pidió ayuda en su campaña por la población reprimida y asesinada en las protestas.
Ahí se cerraron varios círculos en la vida de Leiva. De joven quiso ser sacerdote y ahora trabaja hombro a hombro con el cura que ofició la misa de su madre, esa mujer que en su lecho de muerte lo tomó del brazo y le dijo: “Hijo, nunca te olvidés de hablar por los que no tienen voz”.
Dios lo llamó a esta misión de Derechos Humanos, que es algo tan humanitario. (Álvaro Leiva) Es un hombre muy humilde, muy humano, muy cristiano, con una familia muy unida. Un hombre de oración y de comunión. He visto en él esa nobleza para con la gente. Es un hombre que salva vidas, que expone su vida bajo las balas”.
Padre Edwin Román, párroco de San Miguel
Orígenes
Álvaro Leiva Sánchez proviene de dos familias de comerciantes, sus padres vivieron de los negocios y lo mismo sus abuelos; sin embargo, él no heredó talento para el oficio. Mucho antes de ser promotor de derechos humanos probó suerte con una bodega de almacenamiento de bultos en el Mercado Oriental, pero lo afectó la crisis de los años noventa y su proyecto fracasó.
Antes de eso había estado exiliado en Guatemala, adonde migró en 1988 luego de abandonar la carrera de Medicina y de casarse con Maydana Modesta Martínez, la mujer por la que descubrió que nunca sería sacerdote. En tierra guatemalteca consiguió empleo como mensajero y conserje de una empresa de fotografía y a los tres años ya era el gerente de Ventas.
En 1995 decidió volver a Nicaragua y se metió a comerciante, pero tras la debacle de su negocio se fue a buscar oportunidades a Estados Unidos, donde trabajó como ayudante de albañilería y de nuevo fue ascendiendo hasta convertirse en el responsable de las obras. En 2003 regresó a su país y a la edad de 40 años empezó a estudiar Derecho, la profesión por la que ahora lo llaman “doctor”.
Cuando empezó su carrera como activista pro derechos humanos empezó a aparecer en los medios de comunicación y a su madre, recuerda, le encantaba verlo en televisión. La señora murió a los 69 años, víctima de un cáncer, apenas cuatro meses después de que su hijo asumió el cargo de secretario ejecutivo de la ANPDH, luego de haber sido durante seis años asesor jurídico de la Comisión Permanente de Derechos Humanos de Nicaragua (CPDH).
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Fue un primero de mayo por la mañana y “llovía profundamente”, recuerda el doctor Leiva, aunque en realidad aquel invierno fue caótico y en mayo no llovió. A las 5:30 murió doña María y su hijo la sintió expirar, cuando sus dedos dejaron de presionarle el brazo. Después de eso solo le quedó “un vacío”, cuenta, secándose las lágrimas con un pañuelo. “Un vacío combinado con tristeza”.
Todavía antes tuvieron tiempo para hablar sobre el futuro que ella ya no vería. Y su madre pudo darle sus últimas recomendaciones. Le pidió ser la voz de los que jamás son escuchados y él le prometió nunca abandonar a quien lo necesitara.
Infancia y sacerdocio frustrado por el amor
La familia Leiva de Monimbó es popularmente conocida como “los Leiva Mono”. En Masaya a todo el mundo le ponen un apodo, ríe el doctor Álvaro Leiva. Su abuelo paterno, don Nicolás Leiva, solía contarle que en tiempos inmemoriales se ganaron el mote por ser “indígenas, pequeños y de frente chiquita, porque les nace mucho pelo”. “Yo ya tengo frente, soy más moderno”, se carcajea el secretario de la ANPDH.
Aunque su familia es oriunda de Masaya, él nació en el Hospital El Retiro, de Managua, el 15 de julio de 1963. Era lunes, el día que “ni las gallinas ponen huevos”, y se asomó al mundo a las 6:15 de la mañana. “Por eso soy dormilón”, le decía antes a sus cercanos. “Pero ahora tengo como unos 11 años de no dormir bien, desde que empecé mi trabajo en los Derechos Humanos”, comenta.
En Managua transcurrieron los primeros nueve años de su vida y tras el terremoto de 1972 la familia Leiva Sánchez se vio obligada a trasladarse a Masaya para sobrevivir trabajando en el comercio.
Ahí en la Ciudad de las Flores, Álvaro Leiva conoció a David Noguera, Walter Lacayo y a un muchacho de voz suave llamado Silvio José Báez. Hacia 1982 se reunían por las tardes en la casa de la madre de Silvio. Ahí bebían refrescos, comían galletas, oraban y se motivaban la “vocación sacerdotal” porque los cuatro querían ser curas. Y tres de ellos lo lograron.
El camino de Álvaro era otro: el del matrimonio. Lo supo la primera vez que vio a Maydana, blanca, delgada, de ojos claros y cabello castaño, sentada en la puerta de su casa, una costumbre muy masaya.
Pasaba en bicicleta por el barrio San Jerónimo cuando la miró y rápidamente maquinó una estrategia: fingió que reparaba la cadena de su vehículo hasta conseguir que ambos hicieran contacto visual. Después de eso diariamente encontró una excusa para pasar por esa calle y al poco tiempo surgió el amor.
“Ella es buena madre, buena hija, buena hermana, buena esposa. Mi mama le decía bromeando: ‘Sos una heroína por aguantar el carácter de Álvaro’”, confiesa el doctor Leiva y se reconoce “esquemático”. Le gusta hacer las cosas como las planificó y si no lo logra, pierde la paciencia. No tolera la irresponsabilidad y tampoco que le hagan perder su tiempo con impuntualidades.
Antes se peleaba con las personas irresponsables, pero “a medida que voy entrando en años me voy volviendo más comprensivo”, asegura. “Uno va aprendiendo a moldearse”.
Maydana sigue siendo comprensiva, por eso nunca le ha pedido que abandone su causa por los derechos humanos, pese a que sabe que el trabajo de su esposo conlleva muchos riesgos. Por su parte, Álvaro sigue siendo religioso. Como recuerdo de sus antiguas aspiraciones sacerdotales todos los domingos va a misa y todo se lo agradece a “Dios y la Virgen santísima”.
Tiempo de dictadura
La noche del pasado 18 de abril Álvaro Leiva se encontraba revisando documentos sobre el tema que en ese momento más le preocupaba: los privados de libertad de los sistemas penitenciarios, hombres que ya debían estar libres pero continuaban presos. En esas estaba cuando las redes sociales estallaron con imágenes de los jóvenes y periodistas garroteados por fuerzas de choque progubernamentales en Camino de Oriente y las afueras de la Universidad Centroamericana.
Las imágenes lo conmovieron, pero no lo sorprendieron. Hacía años él había afirmado que en Nicaragua había una dictadura y llevaba mucho tiempo denunciando recurrentes violaciones a los derechos humanos. Incluso había visto en sueños el caos social que el país enfrenta en la actualidad, afirma. “No como una predicción, sino como algo que se veía venir”.
Desde ese día no ha tenido paz. No duerme bien, no come bien y no le queda tiempo para distraerse con Netflix. No deja de contar muertos, heridos, torturados, desaparecidos y además sabe que debe estar listo para lanzar mensajes de alerta, como hizo el pasado 21 de junio, cuando a las 5:30 de la mañana informó a los medios de comunicación que la ciudad de Masaya había amanecido bajo ataque y contribuyó a que los obispos se replegaran desde Managua para evitar una nueva masacre.
Ese día Nicaragua lo vio llorar como un niño, mientras sollozaba: “Están masacrando a mi pueblo”. Después el doctor Leiva no se separó de los sacerdotes, fue de barricada en barricada y en la delegación policial participó en la negociación del cese al fuego. Llevaba una bandera blanca.
Carrera en Derechos Humanos
Hace 12 años Álvaro Leiva dio sus primeros pasos como defensor de Derechos Humanos. Lo hizo en la Federación Democrática de Trabajadores del Servicio Público, donde laboró como secretario de Asuntos Laborales y Derechos Humanos.
En 2009 empezó a dar asistencia jurídica y técnica en la Comisión Permanente de Derechos Humanos de Nicaragua (CDPH) y hace tres años y medio asumió el cargo de secretario ejecutivo en la Asociación Nicaragüense Pro Derechos Humanos (ANPDH), a la que llegó tras entrar en contacto con monseñor Abelardo Mata, obispo de la Diócesis de Estelí y presidente honorario de la asociación.
Desde enero de 2016 es delegado ad honorem para Nicaragua y Centroamérica por el Programa de Derechos Humanos y Misiones Internacionales de Canadian Human Rights International Organization (CHRIO).
La ANPDH acaba de ganar el Premio Franco-Alemán de Derechos Humanos en Nicaragua, otorgado por la embajada de Francia.