El 6 por ciento universitario es una vaca sagrada, intocable. Pero no porque sea precepto constitucional —la no reelección presidencial también lo es— sino porque la clase política sandinista, que fue su principal autora, no se atreve a tocarlo. Esto no significa, sin embargo, que esté feliz con él. Todo gobierno, incluyendo el actual, ha tenido problemas con dicho porcentaje. No tanto por el monto elevado del mismo, sino por la forma de calcularlo.
Desde que el 6 por ciento se computa en base a todos los ingresos presupuestarios, incluyendo préstamos y donaciones externas, cada aumento en estas obliga al gobierno a sacar de sus fondos internos montos equivalentes al 6 por ciento para darlo a las universidades. Lo más curioso es que en el caso de los préstamos, el 6 por ciento se computa dos veces: primero sobre los montos que ingresan al país y luego sobre los que el Gobierno presupuesta para pagarlos.
Por eso, más que para evitar la transparencia, el gobierno de Ortega se las ingenió para dejar los quinientos millones de dólares anuales de la cooperación venezolana, fuera del presupuesto de la República. De no hacerlo se hubiese visto obligado a otorgar treinta millones de dólares más a la generosa partida anual del CNU.
Las autoridades del CNU no han protestado esta estratagema. Si esto hubiese ocurrido bajo un gobierno de derecha sus estudiantes ya hubiesen paralizado el país. Hoy no. La dirigencia universitaria le debe a la sandinista su existencia y entre ambas existe una gran afinidad política. Pero aún así, subsisten las suspicacias.
Contra toda apariencia, las recientes manifestaciones en pro del 6 por ciento no fueron dirigidas al Fondo Monetario —que no puede hacer nada al respecto— sino a quienes tienen poder de decisión. Fueron, en cierta forma, una demostración de nerviosismo de quienes tienen mucho músculo callejero, pero carecen de razón.
Hoy hay sandinistas que, en “el sobaco de la confianza”, reconocen la irracionalidad del sistema actual así como reconocen que la clientela política que les reporta el 6 por ciento tiene un costo muy alto y ascendente. Están conscientes además, que hay una sobreoferta de egresados que aumenta aceleradamente el desempleo profesional, mientras hay un gran déficit de cuadros técnicos, y que el gasto universitario no está focalizado en los más pobres (más de la mitad de los egresados estudiaron en colegios privados). Su problema es que no saben cómo enfrentar el reto. Los atrapa el candado constitucional y su pasado populista, como creadores del famoso porcentaje.
Pero ellos son los únicos que pueden hacer algo al respecto. A su favor tienen una buena línea de transmisión con el liderazgo del CNU. Juntos podrían revisar la forma de calcular el 6 por ciento, buscando que solo tase los ingresos internos del Estado. También podrían revisar el privilegio de servicios públicos gratuitos a favor de la educación superior, la cual ni es constitucional, ni equitativa —los centros escolares pobres no lo tienen— ni eficiente. Y si todo esto fuese prematuro, podrían al menos impulsar reformas que eleven la calidad de las universidades y las hagan factores del desarrollo.
Lo que no se puede, por injusto, inmoral y ruinoso, es seguir alimentando, sin cambio alguno, un sistema caro e ineficiente, mientras centenares de miles de niños todavía quedan fuera de las aulas y nuestra primaria figura entre las peores del mundo.
El autor es sociólogo y fue ministro de educación 1990-1998.
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