¿Por qué se decidió otorgar a las universidades del CNU el 6% del presupuesto y no el 10, el 4 o el 7? Esta es la pregunta que miembros de la misión del FMI le hicieron recientemente a un grupo de sindicalistas. Nadie las pudo contestar.
Tampoco la pueden responder los estudiantes (si lo duda haga la prueba). Porque la determinación del 6% no fue el producto de un análisis racional sereno, ni de una amplia discusión, en que se compararan las contribuciones de cada sector educativo a desarrollar del país, combatir la pobreza y promover la igualdad.
La decisión la tomó el liderazgo del FSLN, tras su derrota electoral en 1990, en parte para asegurar una cuota del presupuesto a muchos de sus militantes que tras el inminente cierre de sus cargos estatales vieron como alternativa emigrar a las universidades públicas. Aunque como gobernante el Frente jamás otorgó un porcentaje mayor del 3% a las universidades —ni los estudiantes lo exigieron— semanas antes de entregar el poder aprobó a galope la Ley 89 que otorgaba a las universidades del CNU el 6% más la gratuidad de los servicios básicos.
Los estudiantes, como era de esperarse, acogieron con entusiasmo la medida y con sus morteros y movilizaciones lo convirtieron en una especie de monto sagrado. En 1995, otra vez sin mediar mayor análisis ni discusión nacional, la mayoría de los diputados, tanto del Frente como de la UNO, elevaron el 6% a precepto constitucional. A lo que añadieron que debía calcularse sobre los ingresos ordinarios y extraordinarios del Estado.
Es posible que las consecuencias de estas disposiciones no fuesen suficientemente previstas. Nicaragua se convirtió en el país que concedía la mayor cuota presupuestaria a la educación superior, en comparación con los otros subsistemas, mientras la primaria pública, cuya clientela son los más pobres, quedaba como —la cenicienta— a pesar de que cientos de miles de niños no accedían a las aulas, como sigue ocurriendo actualmente. Ni ella, ni secundaria, merecieron la garantía de una porción presupuestaria mínima ni la gratuidad de los servicios públicos.
Pero lo peor fue la forma de calcular el 6%. Hacerlo sobre los ingresos extraordinarios significaba que si un donante regalaba 20 millones de dólares para hospitales, el gobierno debía añadirle al presupuesto universitario el 6% de dicho monto: 1.2 millones. Pero esto no podía sustraerse del proyecto del donante, sino del presupuesto interno del Estado, estrechando así los fondos disponibles para otros ministerios. Catástrofes como el Mitch, que implicaron más de C$$200 millones en ayuda externa, obligaron al Gobierno a sacar C$$12 millones de sus propias arcas a favor del CNU. No debe sorprender entonces que solo en los diez últimos años el presupuesto de las universidades como porcentaje del PIB se haya triplicado, mientras que el de primaria continúe estancado.
Por su parte, el subsidio de los servicios públicos a las universidades incrementó el 6 a casi el 7%. En el 2012 este sumaba C$$278 millones, mientras la partida del Mined para mejorar los ruinosos centros de primaria y secundaria son C$$163.3m. Además, la política de otorgar a la educación superior la gratuidad del consumo de agua, luz y teléfonos, desincentiva el ahorro.
Cuando a todo esto se le añade la ineficiencia con que operan las universidades, el alto desempleo de sus egresados, su escasa contribución a disminuir la pobreza, y su alto costo para el país, se llega a la conclusión de que estamos ante políticas que deben revisarse en función del bien social. Ojalá sea el diálogo racional, y no los morteros o la fuerza, quien oriente el debate.
El autor es sociólogo y fue ministro de educación 1990-1998.
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