Existe la percepción popular de que el empresariado nicaragüense, en particular el organizado en Cosep y Amcham, ha sido complaciente con el gobierno de Ortega por razones fundamentalmente egoístas. Parte de la percepción es injusta. El empresario, además de tener mucho que perder, es responsable muchas veces de millares de personas que dependen de él, circunstancias que contribuyen a volverlo más prudente que el promedio. Pero la percepción podría validarse si la prudencia dejara de serlo para convertirse en servilismo. La diferencia entre ambas no es fácil de detectar, porque una puede confundirse o disfrazarse con la otra.
Hoy ha surgido una coyuntura que puede definir muy bien el verdadero temple del sector privado: la posibilidad de que Estados Unidos niegue el “waiver” a Nicaragua, con los consiguientes recortes en la ayuda. Ante este peligro el empresariado tiene la oportunidad de oro para reivindicarse como aliado de la democracia y prestar al país un gran servicio. Esto se lograría si a cambio de cabildear en Washington, a favor de la ayuda, exigieran, junto con el resto de la sociedad, el compromiso de Ortega de enrumbar al país por la vía de la institucionalidad acatando las recomendaciones de la OEA y la Unión Europea sobre nuestro sistema electoral.
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El empresariado no está obligado a doblar la cerviz. Es cierto que el control de Ortega sobre los poderes del Estado y la ausencia de protecciones legales colocan al sector privado —y a todos los ciudadanos— en estado de indefensión. Pero Ortega también necesita de ellos. Si es inteligente, sabrá que su estabilidad a largo plazo puede volverse precaria si queda en manos del apoyo de un solo país, cuyo presidente tiene un cáncer muy serio. A él le conviene diversificar sus fuentes de apoyo y mantener al sector privado dinámico, produciendo empleos, divisas e impuestos. Ortega no ama al sector privado; si lo ha tratado bien es porque lo necesita.
El empresariado tiene pues lo que en inglés se llama “leverage”; un alto poder de negociación. La paradoja es que este aumenta o disminuye, en gran parte, en función de la voluntad de usarlo. Un negociador valiente, dispuesto a correr riesgos, suele obtener mucho más que el timorato. Como en el reino animal, la fiera que olfatea miedo en sus adversarios se vuelve más fiera, como cuando el premier inglés Chamberlain trató de apaciguar a Hitler cediendo Checoslovaquia y en cambio precipitó la guerra.
Ante la debilidad de los partidos políticos el sector privado tiene la oportunidad y responsabilidad de usar su considerable peso a favor de la democracia. No negociar, darlo todo gratis, so pretexto que se hace para no perjudicar a los pobres, podrá producir un respiro a corto plazo, pero comprometerá seriamente el futuro. No exigir a Ortega reformar el proceso electoral abonaría la destrucción progresiva del ya maltrecho estado de derecho, frenaría las posibilidades de crecimiento acelerado, fomentaría la competencia desleal, y a la postre podría desembocar en una grave crisis política y social. Todo el progreso acumulado con los Somoza, tras décadas de vigoroso crecimiento, se perdió por la guerra que causó el continuismo en el poder. El crecimiento sin estado de derecho es frágil.
El sector privado asistió a la toma de posesión de un mandatario inconstitucional no por convicción, sino por conservar la buena voluntad del poderoso. Es hora que unido golpee la mesa y diga “hasta aquí no más, aunque nos hundamos juntos”. Paradójicamente, una actitud así tiene más probabilidades de salvarnos del naufragio. A veces lo más prudente es arriesgarse y lo más peligroso es callar.
El autor es sociólogo y fue ministro de educación.
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