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Alejandro Serrano Caldera

La política y los cambios en el mundo

Los cambios ocurridos en el mundo en el plano económico y financiero, así como todas las otras transformaciones producidas en las formas de vida a causa de la revolución tecnológica y cibernética, han incidido en la teoría y práctica de la política y en la determinación de las fuentes reales del poder.

Nuestro país, como parte del sistema mundial, no ha sido ni puede ser ajeno a estas transformaciones, las que ha debido enfrentar a partir de una doble, paradójica y contradictoria situación: por un lado, los efectos que sobre él ha producido la organización postmoderna y el sistema económico, financiero y tecnológico postindustrial; por el otro, la pervivencia en su propia realidad, de una sociedad premoderna, sobre todo en el plano político, caracterizado este último por el caudillismo, el autoritarismo, la debilidad institucional y democrática, la ausencia de un debate verdaderamente racional, y la intolerancia, entre otras manifestaciones que lo caracterizan.

Una breve referencia a la política, tanto en el plano mundial como en el nacional, me permitiría precisar un poco más las ideas sobre el tema.

No estoy seguro si la crisis que se vive actualmente en el mundo es percibida por todos con el mismo sentido, ni si sus consecuencias serán inevitables. De lo que sí creo estarlo es de que las bases de la política moderna están cambiando y de que estamos viviendo un tiempo que exige ser percibido adecuadamente, pues “el tiempo —como lo recuerda Platón— es la imagen móvil de la eternidad”.

Maquiavelo, autor de El Príncipe en 1513, en la Florencia de los Medicis, hizo del poder el objeto único del quehacer político y separó la política de la moral y de cualquier otro valor que pudiera “contaminar” su fin específico, que es la conquista, preservación y reproducción del poder.

Desde el siglo XVIII hasta hoy, el contrato social, el poder y la soberanía son los temas capitales sobre los que se ha fundado la política moderna.

En nuestro tiempo, un acontecimiento extraordinario, la revolución tecnológica y su consecuencia inmediata, la transnacionalización de la economía y del Estado, ha puesto en crisis los fundamentos de la política y de la civilización moderna.

Esta situación ha hecho que el poder dependa cada día más de las decisiones del sistema económico internacional; por su parte, la soberanía, al menos en su concepto originario que dio inicio a la modernidad, se ha venido debilitando paulatinamente, dando paso a un tejido de normas y prácticas internacionales que han ido modificando el concepto absoluto que la caracterizó en sus orígenes; el Estado-Nación, a su vez, encuentra limitaciones al ejercicio de sus facultades, como consecuencia de una realidad transnacional que se le sobrepone día a día, mientras que el propio sistema surgido de esos cambios enfrenta hoy la profunda crisis financiera y moral que lo agobia y amenaza con destruirlo.

¿Qué hacer ante esta situación? Difícil es contestar esta pregunta en forma categórica, pues a lo sumo se pueden formular ciertas ideas generales, tanto en el plano internacional como en el nacional.

En el plano internacional convendría la formulación de las bases de un nuevo derecho internacional fundado sobre la superación de la uniformidad y sobre la búsqueda de la convergencia de las diferencias y de la Unidad en la Diversidad; la elaboración del concepto de democracia integral, a partir del reconocimiento de su triple naturaleza: representativa, participativa y en las relaciones internacionales; la conformación de un nuevo contrato social entre las naciones, y la elaboración de un acuerdo internacional de soberanía en el que se redefina y reafirme esta categoría a partir de la situación impuesta por las políticas económicas transnacionales.

En el plano nacional, se requiere la consideración de la educación y la cultura como la naturaleza del quehacer político, y el fortalecimiento de la sociedad civil como fuerza importante de la actividad política; la reafirmación del Estado de Derecho como condición de la democracia representativa y participativa, y el establecimiento del fin social como objetivo esencial de la política, la economía y el desarrollo y como garantía irrenunciable para construir una sociedad justa y equitativa.

Personalmente, considero fundamental la referencia a la tolerancia, como condición para instaurar un diálogo permanente, que es esencia de la democracia, entre sujetos diferentes, sean éstos individuales o colectivos.

La tolerancia, no obstante, no significa aceptación de la injusticia. La injusticia destruye la tolerancia, y, consecuentemente, la libertad, la democracia y la paz. Ni siquiera significa aceptación resignada de las diferencias. Tolerancia es respeto por la diversidad, reconocimiento del otro y convicción de que lo diferente no sólo es inevitable, sino necesario.

En Nicaragua debemos ser tolerantes para consolidar la democracia y la paz, dejando bien claro que no se trata de buscar una paz por claudicaciones; quien claudica no contribuye a ella, sino a la creación de cementerios morales. Se trata de reafirmar nuestras creencias y de luchar por ellas, pero también de asumir, por principio, que hay otro ser humano que puede pensar diferente de la manera de como yo lo hago y que tiene el mismo derecho que tengo yo de expresar y defender sus ideas. Si ambos interlocutores parten de ese presupuesto moral, el diálogo es posible. Diálogo para llegar al consenso sobre algunas cosas y mantener la diferencia sobre otras, pero que permitirá, también, llegar a la síntesis de posiciones confrontadas.

Tanto a nivel internacional como nacional, sólo una visión de la política como parte integral de la cultura puede salvarnos, y sólo una visión de la cultura como precipitado moral e intelectual e hilo conductor de la historia en medio de sus rupturas puede darnos continuidad, identidad y universalidad.

Para enfrentar la situación actual se requiere una visión diferente del Estado, el mercado y la sociedad civil, la reestructuración del principio de representación ampliándolo a la ciudadanía, la descentralización, participación y concertación, como mecanismos imprescindibles de nuevos contratos sociales, nacionales y regionales, y de un nuevo contrato social planetario.

Ha llegado el momento de restaurar la ruptura de Maquiavelo entre el poder y la moral, de plantearnos la necesidad de la ética como la condición del pensar y quehacer políticos, de superar la desintegración de la política y de buscar su incorporación a la cultura y a la educación.

En términos generales, el tratamiento del fenómeno político que surge de la crisis de la modernidad debe permitirnos pasar de la política como ejercicio de pocos a la política como ejercicio de todos; de la política como mecanismo de concentración del poder, a la política como arte del equilibrio del poder y del bien común.

A esta época corresponde identificar lo vivo y palpitante de un tiempo que, si bien nos revela que en parte es un “árbol muerto”, de sus ramas penden, sin embargo, y usando la expresión de Carlos Fuentes, “los frutos sombríos y dorados de la palabra”. b

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Columna del día Opinión
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