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Fujimori, Montesinos y los otros culpables

  • La historia de estos dos hombres en desgracia es bastante frecuente entre malhechores que se asocian para delinquir

Carlos Alberto Montaner*

Con la deserción de alberto fujimori y la desaparición de Vladimiro Montesinos se podía construir una desternillante comedia de humor negro. Ojalá que nadie lo intente. Lo que está en juego es el destino de un país entrañable, mayoritariamente poblado por gente humilde, cordial, buena y laboriosa que acabará pagando la factura. Todo eso es muy triste. Nunca el bananismo latinoamericano había llegado tan lejos. Todo era falso. Fujimori era un peruano de mentira, un japonés de mentira, un presidente de mentira, un dictador de mentira. Montesinos no era un genio del mal, un rasputín criollo o un siniestro Laurenti Beria. Era un ladroncito asustado, dispuesto a matar para preservar su botín, tan estúpido o tan vanidoso como para filmar sus propios delitos, permanentemente dedicado a cavar huecos, como los conejos, para huir de la justicia cuando le llegara su turno. Era una mezcla de Capone y Houdini, convencido de que se trataba, realmente, de Batman.

¿Dónde está ahora Montesinos? Si su biografía continúa la estructura de culebrón que ha mantenido hasta hoy, y si ha visto suficientes películas mediocres, debe estar planeando una costosísima cirugía plástica que lo transformará en otra persona, y, con papeles falsos y una naricita respingona se trasladaría a algún sitio exótico y distante para intentar vivir la existencia que realmente le correspondía: la de un anónimo Juan Pérez, insignificante y borroso, condenado hasta su muerte a residir lejos de sus seres queridos. Su castigo es huir de sí mismo, como los nazis tras la Segunda Guerra, reinventarse, y enterrar el personaje que tan arduamente consiguió construir con una mezcla de imaginación, audacia y una total falta de escrúpulos.

Fujimori, en cambio, sufrirá el castigo inverso. (Se lo advertí en una crónica como ésta, ingeniero, que le pasaría, si intentaba ese tercer mandato burdamente ilegal, pero no me hizo caso). No podrá, como su cómplice, desaparecer de la faz de la tierra. Su condena es seguir siendo Alberto Fujimori para siempre, embutido en un kimono estrafalario, parapetado tras un genotipo prestado, ajeno, porque no estamos ante un japonés genuino, sino ante un criollito vivo y arrogante de ojos oblicuos, hoy confinado en el Lejano Oriente por temor a la larga mano de la justicia penal internacional. ¿Qué hará Fujimori en su infinito destierro? Tal vez escriba un libro en el que cuente su versión, pero nunca antes de saber cuáles videos o grabaciones lo incriminan y desacreditan, o cuánto puede ocultar o negar sin que luego las evidencias dejadas por Montesinos lo desmientan sin compasión. Le espera una vejez amarga y deshonrada por el desprecio de sus compatriotas.

La historia de estos dos hombres en desgracia es bastante frecuente entre malhechores que se asocian para delinquir. Los juzgados de medio mundo suelen ver casos parecidos todos los días de Dios. Hay un momento en el que uno de los delincuentes es sorprendido in fraganti, y el otro, para probar su inocencia, se convierte en el perseguidor del antiguo compinche, quien, a su vez, lo arrastra en la caída presentando pruebas mutuamente inculpatorias. Fujimori creyó que él podía sacrificar a Montesinos para salvarse, pero D. Vladimiro se sintió vilmente traicionado. Sí, el había robado, asesinado y cometido mil delitos, pero con un objetivo paralelo al de satisfacer su propia ambición de poder y dinero: sostener en la casa presidencial a Fujimori. Cuando intentó cumplir con las leyes de la república, Fujimori violó las de la mafia. Por eso se hundió.

¿Quiénes son los culpables de esta lamentable historia? Por supuesto, Fujimori y Montesinos en primer lugar, pero la banda es mucho más grande: están los militares que cambiaron su honor por dinero; los políticos que se prestaron a la farsa, los empresarios que se aprovecharon de la ausencia de leyes para enriquecerse. Pero ni siquiera ahí termina la lista de implicados: también está, y apena decirlo, ese pueblo carente de valores democráticos que en 1992, abrumadoramente, apoyó el asalto al Congreso y el aplastamiento de las instituciones.

Aquellos polvos trajeron estos lodos. Esa es la lección que hay que aprender de esta terrible tragedia: no existen los «hombres fuertes» benéficos. No hay dictador conveniente o bueno. No hay sustituto para el Estado de Derecho administrado por métodos democráticos. Más aún: Alberto Fujimori y Vladimiro Montesinos ni siquiera son los peores ciudadanos del país. Son solamente dos aventureros a los que un número grande de peruanos colocaron por encima de las leyes. Dos tipos que comenzaron a actuar como suelen hacerlo la mayor parte de los seres humanos cuando la sociedad carece de controles y de reglas. ¿Cómo se gobierna en un país en el que los legisladores, las leyes y los tribunales nada significan? Se gobierna con sobornos, comprando conciencias, en un círculo creciente de corrupción, en el que cada transacción contraria a la decencia va pudriendo los fundamentos de la convivencia, y en el que de vez en cuando hay que recurrir al asesinato para callar a algún impertinente que se va de la lengua.

Es bueno que esta lección trascienda la frontera peruana. ¿Cuántas veces, desesperados por los crímenes, exasperados por el desorden, irritados por la deshonestidad, he escuchado en Colombia y Ecuador, en Argentina, en Guatemala o en Panamá, a personas que afirmaban que «aquí lo que hace falta es un Fujimori»? Querían a un mandamás de mano dura que les arreglara la patria a bofetadas, sin darse cuenta que esas aventuras acaban casi siempre en el juzgado de guardia o en la morgue. Como ésta. [©FIRMAS PRESS] Madrid  

Editorial
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