No por esperada, la muerte de Humberto Ortega ha causado menos revuelo ni menor avalancha de reacciones. Solo era cuestión de tiempo saber qué día iba a declararse el fallecimiento de un preso político aquejado de numerosas enfermedades crónicas, que no contaba con la debida atención para sus dolencias y a quien se había impedido cualquier comunicación con el exterior. A esto se le llama, simplemente, “precipitar el final”: otra más de las argucias del régimen para quitarse de encima a los sujetos que considera incómodos.
Recordemos que el origen de este desenlace arranca entre mayo y junio, cuando el general retirado publica un artículo en LA PRENSA muy crítico con la deriva autoritaria del actual gobierno, tildándolo de autocrático y absolutista, y da una entrevista a Fabián Medina en Infobae en la que desmonta la pretendida sucesión dinástica impuesta por la pareja Ortega-Murillo. La reacción es fulminante: la policía rodea su casa, le despojan de todos sus aparatos electrónicos y le impiden tratarse médicamente en su hospital de referencia.
Pero el funesto final ha aportado nuevas revelaciones de gran interés, la más sobresaliente un audio póstumo de Humberto difundido por Confidencial y que fue grabado secretamente desde su casa a modo de SOS angustiado. Como el coronel de la novela de García Márquez, que esperaba cada semana la llegada de una carta que le confirmara una pensión, el general esperaba que alguien pudiera escuchar su súplica y que la denuncia de su situación tuviera eco y repercusión.
No fue suficiente: una figura de enorme polarización como la de Humberto, por mucho que él hubiera optado desde hace tiempo por abanderar una línea política moderada, causa demasiados resquemores y remite a un vínculo con el pasado que no ha sanado heridas aún. Sea como sea, ya dije en otra columna que sus esporádicos artículos, aunque estuvieran escritos con una sintaxis imposible, debían ser leídos y analizados con cierto interés por todos, pues estoy seguro de que tampoco pasaban desapercibidos en el Carmen.
Su muerte, y no esperaré a otro párrafo más para escribirlo ya de una vez, es una nueva derrota para una salida negociada de la crisis política. Pocas figuras como la de Humberto podían crear una pasarela dialéctica, aunque fuera inestable y de no fácil acceso, entre el impenetrable círculo íntimo de Ortega y el espacio difuso y en pugna permanente de la llamada oposición. Su capacidad para representar todos los papeles de un güegüense moderno era admirable: unos lo veían como el asesino responsable de varias matanzas en los años 80 y otros como el artífice de la profesionalización del Ejército con Violeta Chamorro, pero al unísono podía ponerse la ineludible máscara para interpretar al hermano de sangre del dictador, al cual trataba sin el debido coraje, y a la vez la del centrista que llamaba a la concordia y a la reconciliación.
Así que todas las necrológicas que se escriban ahora pueden ser tan ciertas y tan falsas como se quiera, o simplemente habrá que interpretarlas según la ideología de cada cual. Lo que no me parece discutible es el alto grado de relevancia que un perfil como el de Humberto ejercía sobre la opinión pública, sobre los tomadores de decisiones y sobre cualquier persona interesada en el devenir de Nicaragua. Pero relevancia no es lo mismo que autoridad, que en su caso ya era mínima: una cosa es que se oiga tu voz y otra que te escuchen.
Por eso también es de suma importancia el reciente artículo de Mónica Baltodano para Confidencial, todo un ejemplo del mejor columnismo como género: aporta datos inéditos y personales, los difunde en el momento preciso y tantea posibles interpretaciones al hilo de los últimos acontecimientos. Esto nos confirma que Humberto anhelaba transmitir unos mensajes determinados por aquellos meses, y quizá algún día sabremos si hizo más llamadas y a quiénes. Nada de esto impidió su deceso, pero su insistencia en hablar indica alguna inquietud implícita y un deseo de encontrar interlocutores por algún motivo.
Ahora, en retrospectiva, podemos intuir algún temor profundo que acabó confirmándose con su purga, pero hay un detalle esencial de difícil encaje en todo este puzle. Su confianza previa para acercarse a su hermano, con quien incluso se fotografió en fechas recientes, queda bien reflejada en la entrevista (llega a hablar de comunicación “natural y fluida” entre ambos), y queda reafirmada con su llamada telefónica a los López Baltodano. Ese contacto físico existe y no es trivial. Pero todo cambia a partir del 19 de mayo con el operativo que lo aísla y que desencadena otra consecuencia inesperada: el día 28 Daniel Ortega, en un discurso subido de tono, acusa a Humberto de traidor a la patria, aunque sin atreverse a mencionar su nombre, y le da la puntilla definitiva.
La primera pregunta es obvia: ¿quién determina el cambio radical de guion, en el que Humberto pasa de fraterno confidente a felón por unas simples declaraciones periodísticas? ¿Se siente Daniel traicionado porque se hayan difundido esas opiniones (por otro lado ya sabidas la mayoría de ellas por artículos anteriores)? ¿Es capaz de ordenar una muerte lenta para su hermano sin ningún miramiento? ¿O bien lo que escuece es la razonada síntesis expuesta por Humberto de que no hay herencia dinástica creíble (“sin Daniel no hay nadie”)? En este caso, ¿es Rosario Murillo la inductora de la mutación y de mandar al cuñado hacia su declive corporal? Y como colofón, en caso de ser ella la ejecutora de semejante barbaridad, ¿tiene entonces el poderío de manejar a su esposo hasta ese extremo, y de obligarle a él a aceptar la sentencia mortal sin resistencia posible?
Llegados a este punto cualquier escenario es cruel, pero la noción de tener a un pelele dominado por una persona mentalmente inestable nos situaría en el peor de todos: el de perder la posibilidad de encauzar racionalmente una salida negociada, facilitada con el apoyo de personajes clave que sirven de vínculo entre partes antagonistas. Siempre es necesaria esa rendija por la que se cuela un gramo de confianza, algún suspiro de promesa que pueda mantener viva la llama de un futuro mejor. Y ni falta hace que nos caiga bien esa persona: su misión no es crear adeptos sino trabajar desde la ambigua trastienda del poder.
La figura de Daniel Ortega, agrandada artificialmente por la mitomanía oficial, se sostiene en gran parte por su capacidad de articular las distintas corrientes internas, tener el apoyo irrestricto de las jefaturas de los cuerpos armados y controlar cualquier decisión que sale del Carmen. Si además tuviera una moral cainita podría engrandecer su perfil inflexible, pero a costa de sostenerse mediante el puro terror. Y si por el contrario depende de las veleidades irracionales de su esposa, que puede decretar la desaparición de parientes con un chasquido de dedos, estaríamos frente al precipicio del que solo se sale mediante un mero salto al vacío.
Matar al mensajero nunca ha sido un buen negocio para nadie, y menos cuando no vamos sobrados de ellos. Sin Humberto nos quedan ahora demasiadas preguntas sin respuesta flotando en el aire, y la lúgubre sensación de que en Nicaragua no solo ha muerto un hombre sino también algo más: un síntoma, o quizás un destino.
El autor es cooperante español en Centroamérica