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¿Persecución religiosa o política?

En el marco conmemorativo del sexto aniversario de la rebelión ciudadana de abril de 2018, líderes de distintas iglesias o congregaciones evangélicas han coincidido —de manera casual o programada— en proclamar que en Nicaragua hay plena libertad religiosa.

Los líderes evangélicos han hecho semejante declaración mientras está a la vista de todo el mundo que el régimen de Daniel Ortega y Rosario Murillo sigue persiguiendo a la Iglesia católica de Nicaragua, al grado deque en la recién pasada Semana Santa prohibió las tradicionales procesiones que no son simples ni folclóricas manifestaciones populares de fe, sino parte exterior de la liturgia sacramental.

Esto sin hablar de los encarcelamientos y destierros de obispos y sacerdotes, de la enorme cantidad de agresiones de diversa clase contra la Iglesia católica que la abogada de derechos humanos, Martha Patricia Molina, ha documentado en su informe Nicaragua: ¿Una Iglesia perseguida? que ya va por la cuarta entrega.

“La persecución religiosa es aquella que tiene como objetivo hostigar a personas que tienen un credo que afecta a los intereses de aquel o aquellos que están en el poder o también por parte de algún grupo en particular que se encuentre al margen de la ley y que quiere imponer su creencia a la fuerza en detrimento de los demás”.

Esa es una definición de persecución religiosa que hace el jurista ecuatoriano César Castilla Villanueva, doctor en Relaciones Internacionales por la Universidad Toulouse, Francia, en un enjundioso ensayo publicado en línea en la Revista de Derecho Ius Humani.

Ahora bien, la persecución religiosa no es un fenómeno político puro. En algunos casos se debe a odio y rechazo a la religión, cualquiera que sea. Pero en otros y por lo general la persecución religiosa surge de una mezcla de factores socioculturales y políticos.

En realidad, en la época moderna son pocos los casos en los que la persecución religiosa tiene como única causa la fe o creencias místicas de la gente. Esto solo ha sido así, y en algunos casos lo sigue siendo, en los Estados oficialmente ateos y declarados enemigos de la religión, como en la extinta Unión Soviética y actualmente en Cuba y Corea del Norte.

En Nicaragua, la persecución religiosa de la que son víctimas también personas e iglesias evangélicas —tal como lo documenta el mencionado informe de la investigadora Martha Patricia Molina—, es evidente que tiene causas y pretextos políticos. Pero no por eso deja de ser persecución religiosa, puesto que afecta de manera directa y personal a representantes de la Iglesia católica, incluso de la alta jerarquía, pero también agrede y lastima los sentimientos religiosos de los feligreses y laicos.

La Doctrina Social de la Iglesia católica establece que “considerar a la persona humana como fundamento y fin de la comunidad política significa trabajar, ante todo, por el reconocimiento y el respeto de su dignidad mediante la tutela y la promoción de los derechos fundamentales e inalienables del hombre”.

Eso no significa que la Iglesia como institución, y los obispos y sacerdotes como sus representantes humanos, se involucran o deban involucrarse en la política. Está claro que las monjas, obispos, sacerdotes y seminaristas católicos nicaragüenses que han sido victimizados por el régimen no son activistas políticos ni a favor ni en contra del Gobierno. Ellos solo han cumplido su deber de opinar con sentido evangélico y vocación pastoral sobre los problemas generales de la gente, la sociedad y la política. Y durante los sucesos de 2018 cumplieron su obligación religiosa y deber moral de auxiliar espiritual y materialmente a víctimas de la violencia política, de los dos bandos en lucha.

En cuanto a los líderes evangélicos que han declarado públicamente su respaldo al régimen autoritario de Ortega y Murillo, ellos tienen derecho de hacerlo si eso es lo que les dicta su conciencia y lo que conviene a sus intereses.

A lo que no tienen derecho es a mentir, a decir que en Nicaragua hay una irrestricta libertad de religión cuando son tantas las evidencias de una asombrosa, terrible y dolorosa persecución religiosa del Estado contra la Iglesia católica. E inclusive contra algunos de sus propios hermanos evangélicos.

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