Capítulo 2
La camioneta doble cabina en que me condujeron a El Chipote salió rauda de mi casa, yo iba esposado en el asiento trasero con un policía armado con un AK-47 a cada lado, mientras el Comisionado Mayor, que iba adelante en el asiento derecho, reportaba con su radio de comunicación, no sé a quién, cada avance en el trayecto.
Yo creía que todo aquello debía ser una pesadilla surrealista y pasajera, pero al llegar a El Chipote me di cuenta que era real y que no volvería a ver la cama de donde me habían levantado, ni a mi esposa, ni a mi familia, ni a mis amigos, por un largo tiempo.
La jefa de la prisión o “encargada de operaciones”, que con el tiempo logré conocer su nombre, la subcomisionada Johana Wilford, me pidió que me quitara el reloj, mi anillo de matrimonio, que nunca me quitaba para nada, y al vaciar la bolsa de mi pantalón encontró el rosario de madera que Martha Lucía me había metido como protección, unos 20 minutos antes, cuando salía de mi casa esposado.
Luego me hicieron pasar a una sala de recepción donde me ordenaron quitarme la ropa de civil y ponerme el uniforme azul de reo; ya con el uniforme me comenzaron a “fichar” tomándome innumerables huellas digitales en todos los dedos de ambas manos y luego comenzó toda una sesión fotográfica, como si iba a una fiesta. Cuando me tomaban fotos en todos los ángulos posibles, sonreí, sería por los nervios, por la costumbre o por incredulidad, y el oficial que me las tomaba inmediatamente me ordenó: ¡no sonría!
Luego me llevaron a un cuarto de interrogación donde me mostraron mi celular y el de mi esposa, que ocuparon como “evidencia” en mi casa, además según supe después, dos computadoras laptop, una Apple IMac de escritorio, 9 memorias flash USB. Allí me pidieron que les diera la contraseña de ambos celulares, lo que obedecí.
Serían pasadas las 12 de la noche cuando me amarraron con bridas plásticas y dos oficiales me llevaron a la clínica para un chequeo médico donde el doctor de turno, aparte de preguntarme por mis padecimientos, yo le dije que padecía de hiperplasia prostática benigna y artritis.
Luego me tomó la presión arterial y al observar que la tenía “disparada” me ofreció un medicamento para controlarla. En medio de aquella noche surrealista, en mi mente solo saltó el pensamiento que la pastilla me la daban para hacerme hablar más de la cuenta como en las películas de espionaje, “no gracias le dije al doctor, que después supe que se llamaba Kevin Guevara, un médico profesional, yo soy presión baja, ahorita la debo tener alterada por el susto”.
El doctor Guevara accedió y me pidió que descansara en una cama del consultorio para ver si me bajaba la presión, luego de un rato, me la volvió a tomar y estaba igual, insistió en el medicamento y me negué nuevamente a tomarlo, por lo que me envió a la celda y me dijo que a la mañana siguiente me volvería a chequear.
Los dos oficiales me condujeron a una celda de alta seguridad con una puerta de hierro con una ventanilla al centro de unos 45 cm x 20 cm. La puerta que asemeja una “caja fuerte” se tranca con dos enormes picaportes, uno tranca hacia arriba y el otro hacia abajo, al girarlos hacia el centro con estruendoso ruido, se enllavan atravesados por un enorme candado, que al abrirlo la argolla se desprende completamente de su masiva base. El ruido me recordaba continuamente que estaba preso.
Al abrirse la puerta con el consabido estruendo metálico, mi sorpresa fue grande cuando pude distinguir la amistosa y sonriente figura de Arturo Cruz Sequeira, quien cayó preso el 5 de junio y tenía 20 días de estar en aislamiento solitario en la celda número 11. Al verme, exclamó regocijado: “Pedro, ¿qué estás haciendo aquí?”
Yo le respondí lo que pensaba que eran las causas de mi súbita detención: las dos entrevistas que había dado manifestando que ante su arresto y el de otros precandidatos, mi partido CxL había cambiado el método de selección de candidatos y que yo había manifestado, a pesar de los riesgos evidentes, que en caso hipotético de que fuese propuesto, aceptaría.
Por una de esas casualidades de la vida, el destino había puesto a Arturo y a mí en una misma celda en el 2021 por nuestra lucha contra la dictadura sandinista, tal como había puesto a su padre, Arturo Cruz Porras, junto a mi padre, Pedro Joaquín Chamorro Cardenal en una misma celda en 1954, por su lucha contra la dictadura somocista.
La celda era bastante cómoda, tenía dos camas unipersonales y un baño completo, un abanico con una luz led que parpadeaba continuamente como una discoteca, de tal manera que era más conveniente por la salud visual y mental, mantener la luz apagada y guiarnos por las luces que entraban por una amplia ventana cerrada por barrotes que daba con el salón principal donde permanecían los policías que nos vigilaban. La luz del baño no parpadeaba, pero la bujía estaba en las últimas y casi no alumbraba nada.
Antes de intentar conciliar el sueño por primera vez en El Chipote, Arturo se compadeció de mí y en un gesto humanitario que nunca olvidaré, me tiró su almohada que le habían autorizado por haber sido el primero de aquella gran redada preelectoral y la sábana de cobijarse de su ropa de cama, quedándose él con la cubre colchón y la toalla.
Hay algunos opositores que en las redes sociales han dicho que te metieron preso “para levantarte el perfil”, le comenté y él sonrió diciendo “clase de levantada de perfil, ojalá se lo levanten así a ellos también.”
Toda esa madrugada del sábado 26 de junio circulaba en mi cabeza el pensamiento de cómo estaría mi esposa y como reaccionarían mis hijos al enterarse de la noticia de mi arresto, esa noche sentí que la cabeza me iba a explotar y con razón, porque la presión arterial, es decir tanto la sistólica como la diastólica, estaban muy alta.
Después del desayuno que nos pasaron por la ventanilla me volvieron a llevar a la clínica y como era de esperarse, mi presión arterial, tanto la baja como alta, seguía disparada. El doctor Guevara insistió en que aceptara tomar medicamentos para controlarla porque era peligroso, a lo que esta vez accedí y después de dos pastillas logró controlarla, pero siempre dentro del rango alto.
Muchos meses después en la misma clínica de El Chipote en que éramos atendidos, me excusé con el Dr. Guevara por haber dudado de él cuando, tras el primer impacto en El Chipote, me prescribió tomar, por primera vez en mi vida un medicamento para bajar la presión. Le debo una excusa, le dije, en aquel momento pensé que era una de esas drogas que lo hacen a uno hablar más de la cuenta. De todo ello tomaban nota dos oficiales que reglamentariamente me escoltaban de mi celda a la clínica que distaba a unos 100 pasos en total, era un magnífico paseo esperado por muchos para salir del enclaustramiento y para algunos de los presos, del aislamiento solitario.
Unos dos o tres días después de mi ingreso a El Chipote, antes que la ciudad despertara, me levantaron de madrugada y me ordenaron bañarme y vestirme. Luego me llevaron en un microbús de la Policía a una audiencia secreta en los Juzgados de Managua donde me acusaron formalmente imputándome una investigación al amparo de la ley 1055 y para comprobar la “gravedad de los delitos contra la patria”, la Fiscalía pidió que el término de la prisión preventiva se prolongara de 48 horas a 90 días.
Es decir: la policía, por medio de la Fiscalía, solicitaba al juez 90 días para “comprobar”, más bien diría yo, fabricar, los “delitos” por los cuales estaba preso. Primero te declaran culpable y luego rebuscan el delito en el “proceso investigativo”.
Para la audiencia me nombraron un abogado defensor de oficio, pero el juez ya tenía clara la orden “de arriba” de recetarme los 90 días de prisión, la que cumplió diligentemente al cabo de aquella audiencia secreta de madrugada, la que seguía el burdo guion establecido para todos los presos políticos.
La prueba de que ello era una mera fabricación, es que ni siquiera durante todo ese período de “investigación” de 90 días, me pudieron acusar por ningún delito bajo a ley 1055 o “Ley de Soberanía”, por la cual fui arrestado, sino que como se verá posteriormente, tuvieron que relacionar mi caso con el de la Fundación Violeta Barrios de Chamorro (FVBCH) y fabricar otros delitos inverosímiles, para condenarme a 9 años de prisión.
De los juzgados regresé optimista donde Arturo a la celda No. 11, porque pensaba que antes de los 90 días saldría libre, ya que estaba seguro de que nunca podrían acusarme de “traición a la patria” porque, a como sostuve siempre durante el tiempo que estuve en El Chipote, yo nunca había pedido sanciones para Nicaragua, ni para sus ciudadanos, ni en público, ni en privado.
Próxima entrega: Capítulo 3. Rumbo a la dimensión desconocida
Entrega anterior: Capítulo 1. Cómo y por qué me detuvieron