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La Doctrina Social de la Iglesia católica: más allá de Milei

Hace algunos años, tuve la oportunidad de visitar el campus del Ave María College, invitado por su rector, Humberto Belli. Mientras almorzábamos, Humberto me dijo estar seguro de que por debajo de nuestras desavenencias se escondían muchas coincidencias. El artículo de Humberto, ¿Vale la pena discutir a Milei? (06/11/23), me confirma que él tenía razón.

Ambos creemos, por ejemplo, que el poder del Estado y del mercado deben armonizarse en función del “bien común” y que la búsqueda y definición de esa armonía constituye uno de los retos fundamentales de la política en nuestro país. Concuerdo con Humberto, además, en que la doctrina social de la Iglesia católica (DSI), tiene mucho que aportar a la definición de un marco normativo para la búsqueda de una relación armoniosa entre el Estado, el mercado y la sociedad nicaragüense, que sea congruente con el principio de la DSI que nos dice que “el sujeto y el fin de todas las instituciones sociales es y debe ser la persona humana” (Gaudium et spes, 25, 1).

El Estado, nos dice el filósofo católico peruano, Víctor Andrés Belaúnde, en su análisis de la DSI, debe crear “todos los factores que tiendan a mejorar la situación económica, moral, intelectual y religiosa de los miembros de la sociedad”. Y agrega: “Esta obligación es tanto más sagrada e imperiosa cuanto más débiles e incapaces sean los asociados para proporcionarse por sí mismos esa suma de bien que constituye el bien común”. El papa Francisco resalta y expande esta obligación, cuando al referirse a la “opción preferencial por los pobres” en la DSI, nos dice: “Cada cristiano y cada comunidad están llamados a ser instrumentos de Dios para la liberación y promoción de los pobres” (Evangelii gaudium, 187). Y añade: “Y si hay estructuras sociales enfermas que les impiden [a los pobres] soñar por el futuro, tenemos que trabajar juntos para sanarlas, para cambiarlas” (Ibid.). De igual forma, el papa Benedicto XVI, en su primera visita a América Latina, en el 2007, nos recordó que la encíclica Populorum progressio, “invita a todos [la Iglesia, el Estado, los capitalistas] a suprimir las graves desigualdades sociales y las enormes diferencias en el acceso a los bienes”.

La DSI no solo define la función social del Estado, sino que también establece el principio de la subsidiariedad para evitar que el poder estatal aplaste a los individuos y a la sociedad:“No es justo que ni el individuo ni la familia sean absorbidos por el Estado; lo justo es dejar a cada uno la facultad de obrar con libertad, hasta donde sea posible, sin daño del bien común y sin injuria de nadie (Rerum novarum, 26).

Así pues, una sociedad que se autodenomina cristiana y que es mayoritariamente católica, como Nicaragua, no puede optar por un Estado que, como el cubano, aplasta la libertad del individuo y la familia en nombre de la justicia social. Pero tampoco puede optar por la entronización del individualismo y de la libertad irrestricta del mercado, como lo propone, por ejemplo, el libertarismo a ultranza del argentino Milei.

Vale la pena resaltar que la DSI no es hostil al mercado y, ni siquiera, a la acumulación de capital. Esa doctrina es clara en decir que “el derecho a la propiedad privada es válido y necesario” (Juan Pablo II, Sollicitudo rei socialis, 42). Pero también es clara en señalar que, para que el capital cumpla con su “misión social”, debe ser normado por una ética que lo subordine para evitar, como nos dice nuestro filósofo Alejandro Serrano Caldera, que “se legitim[e] a sí mism[o]”, es decir, que actúe sin el encauzamiento de una moralidad superior (Los dilemas de la democracia, 1996).

En síntesis, el mercado tiene “un lugar en la sociedad” pero al mercado “hay que ponerlo en su lugar”, como dice el economista estadounidense Arthur Okun, quien fuera director del Consejo de Asesores Económicos del presidente Lyndon B. Johnson. Esto es, precisamente, lo que hicieron los costarricenses.

El ejemplo de Costa Rica

Después de alcanzar el poder en 1948, el partido Liberación Nacional, bajo el liderazgo de José Figueres, estableció un balance entre la eficiencia económica y la justicia social que, durante tres cuartos de siglo, ha evitado que Costa Rica se desvíe hacia los extremos de la ecuación Estado-mercado. Para ello, Liberación Nacional promovió lo que su principal ideólogo e intelectual, Rodrigo Facio, llamó un “liberalismo constructivo”, promotor de la “justicia social con eficiencia económica, para que la justicia no mate la eficiencia, ni la eficiencia mate la justicia social” (ver José Luis Vega, El pensamiento económico-social de Rodrigo Facio, 2012). Este “liberalismo constructivo” era una alternativa al “liberalismo manchesteriano” que las elites tradicionales costarricenses defendían y que Figueres describía como un “estímulo al instinto de lucro individual, equivalente al instinto del individuo en la selva” (José Figueres Ferrer; el hombre y su obra, 1955).

Costa Rica operacionalizó la visión de Figueres y Facio a través de la institucionalización de un Estado Social que dinamizó los avances de los gobiernos anteriores, con enormes consecuencias en la educación, la salud y la protección laboral, pero también en la modernización económica del país. La abolición del ejército fue fundamental para lograr la estabilidad política y los recursos económicos necesarios para estas reformas.

En Nicaragua necesitamos un serio debate pluralista y multidisciplinario para identificar un modelo de relaciones entre el Estado, el mercado y la sociedad, que responda a la especificidad de nuestros problemas y necesidades. Pero aquí tropezamos con un problema que ha preocupado a Humberto durante muchos años: el atraso educativo de nuestra sociedad. Este atraso no solo se expresa en los bajos niveles de escolaridad de nuestra población, sino también en la escasa capacidad de nuestras elites para manejar y contextualizar las variables que se conjugan en la DSI y otros marcos normativos, como los que ofrece la filosofía política.

¿Cómo salir de este atolladero? Sigamos conversando.

El autor es profesor retirado del Departamento de Ciencias Políticas de la Universidad de Western Canadá.

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