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La revolución como amenaza

A partir de las experiencias de Cuba, Nicaragua y Venezuela con sus procesos revolucionarios (castrista, sandinista y chavista), proclamar que se quiere impulsar una revolución solo se puede entender como una amenaza, no como una solución de nada sino como una ruina de todo.
 Una revolución, más allá de sus promesas de redención social y humana que nunca han pasado de ser retórica, significa en la realidad caer en un abismo de odio de clase, de revanchas violentas, de complejos humanos de nivel inferior, de exclusión y mayor pobreza, de exilio y destierros masivos, y la  pérdida de los derechos y libertades individuales que le dan dignidad a la vida humana.
 Amenazar con una revolución fue lo que hizo el presidente de Colombia, Gustavo Petro, el 1 de mayo recién pasado, ante una concentración de trabajadores oficialistas. Siendo la de Colombia una  nación explosiva, con una larga tradición de violencia y una gran carga de resentimientos sociales y políticos, la amenaza de Petro encendió las alarmas en todos los sectores democráticos colombianos y a nivel internacional.
Petro es un viejo político de la izquierda revolucionaria, que llegó a la Presidencia de Colombia aprovechando la facilidad democrática por excelencia de las  elecciones libres y competitivas. Pero ahora ha sacado las uñas dictatoriales y en particular está molesto porque no ha podido impulsar las reformas económicas y sociales que prometió para ganar las votaciones del año pasado.
 No ha podido, porque no ha tenido el apoyo de los partidos democráticos de centro derecha e izquierda moderada que, por conveniencia o convicción,  apoyaron su ascensión a la Presidencia de Colombia en agosto del año pasado. El problema es que ya estando en el poder, Petro les ofreció un contrato de adhesión, pero lo que ellos quieren, y por eso lo apoyaron, es un acuerdo de concertación.
 Ahora esos partidos le han quitado el apoyo y después de haber comenzado con un gabinete ministerial pluralista, más o menos seis meses después, Petro destituyó a los ministros que no pertenecen a su partido. Además, para aprobar las reformas necesita el respaldo legislativo, pero la mayoría formal que consiguió horas antes de que se instalara el nuevo Congreso colombiano la perdió por la razón antes mencionada.
Petro empeoró su propia situación al pretender subordinar a la Fiscalía General de la República, que como parte del poder judicial es independiente y debe colaborar con el Ejecutivo, pero no someterse a sus órdenes y menos si son de interés político. Petro ha argumentado que él es el jefe del Estado y por lo tanto el superior del fiscal general, pero este rechazó su malsana intención autoritaria y la Corte Suprema de Justicia lo respaldó, como era su deber institucional y moral.

La verdad es que si pudiera hacerlo Petro llevaría a Colombia al caos de una revolución. Sin embargo, para impedirlo no es conveniente rechazar simplemente  sus propuestas de reformas. Estas son necesarias para corregir graves desajustes e injusticias que sufre la sociedad colombiana. Oponerse a ellas puede ser suicida, como lo muestran las experiencias de otros países de América Latina.
Lo que deberían hacer los sectores democráticos de derecha, centro e izquierda moderada, es facilitar que las reformas se hagan de manera moderada, con base en un gran consenso nacional. Las reformas siempre son necesarias e invariablemente el camino del reformismo es mucho mejor que el revolucionario.
 Donde por egoísmo, sectarismo o miopía política se cierra el camino de las reformas y la moderación, lo más probable es que se abra el destructivo del caos y la violencia revolucionaria.

COMENTARIOS

  1. Hace 11 meses

    El ejército.

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