Una muchacha estaba enamorada, pero no sabía si era correspondida; un día el muchacho le llevó un ramo de rosas y entonces ella supo que la amaba. Un niño deseaba una nueva pelota de futbol, pero no la pedía porque su papá atravesaba una difícil situación económica; un día su papá le dio la sorpresa llevándole la pelota y el niño entendió cuánto era amado. Un señor olvidó llevar a su perro enfermo al veterinario antes de salir de viaje; al regresar supo que su vecino se había encargado de llevarlo y comprendió qué buen amigo era su vecino.
Ninguno pronunció una sola palabra, pero su amor y su amistad quedaron muy claros. Ellos “hablaron” de otra forma. ¿Cuántas formas tiene Dios para hablarnos? ¡Infinitas! Él creó todos los lenguajes: el lenguaje de los delfines, de los pájaros, de las abejas, de los humanos. Lenguajes con sonidos o con señales. Hay quienes aceptan sin problemas que la mente humana es capaz de hacer llegar el pensamiento de una persona a otra sin sonidos ni señales, pero no aceptan que Dios todopoderoso se comunique con nosotros en el silencio de una oración, en la lectura de su Palabra, en su Iglesia, o mediante algún suceso, objetos o personas.
Cada día al amanecer Dios nos habla dándonos más que un ramo de rosas; nos da el jardín del mundo, el esplendor del sol, el canto de las aves. Y por la noche nos habla por medio del brillo de la luna, la inmensidad de las estrellas o el canto de cigarras, mirlos o cenzontles. Más que una pelota de futbol nos da la vida, nos da padres, hijos, amigos, alimento, consuelo, fortaleza, esperanza. Más que cuidar del perro del vecino Él cuida de nosotros y de nuestros seres queridos. Él nos habla con amor infinito en todo cuanto nos rodea. Dice el Salmo 19: “Los cielos proclaman la gloria de Dios y el firmamento la obra de sus manos. Un día le pasa el mensaje a otro día, una noche le informa a otra noche. Sin que hablen, sin que pronuncien palabras, sin que se oiga, a toda la tierra alcanza su voz, a los confines del mundo su lenguaje”.
Dios nos dice: “Llámame y te responderé” (Je 33,3). Cuando le hablamos con palabras o pensamientos, siempre nos responde; aunque a veces no nos guste la respuesta. Si un niño pequeñito quiere tocar una llama brillante y bonita su papá le va a decir ¡no! Aunque el niño no lo entienda, llore y se resienta: ¿por qué mi papá no me deja tocar eso tan bonito y brillante? Pero su papá sabe que se quemaría. Dios sabe más que nosotros lo que nos conviene y cuándo, aunque no siempre tengamos respuestas a tantos “por qué” que nos preguntamos.
También Dios quiere que colaboremos, que pongamos de nuestra parte. Un buen padre ayuda, pero no le hace toda la tarea a sus hijos. Quizá Dios decida que aún no es tiempo para saberlo todo o que no es el momento para obtener lo que estamos deseando. Con su silencio nos responde: ¡No! O quizá: ¡Todavía no! Nuestros pensamientos, nuestros deseos o nuestro tiempo no siempre son los de Dios (cf. Is 55,8-9). Pero, todo lo que sucede o deja de suceder por algo será, porque nada sucede sin su permiso (cf. Mt 10,29-31).
Dios permite —no lo manda— el sufrimiento y la muerte, porque son parte de esta vida. Hay misterios que no podemos comprender; pero sabemos que nos tiene preparada una vida definitiva donde “Dios limpiará toda lágrima de los ojos, y la muerte no será más, ni existirá ya más lamento ni clamor ni dolor; las cosas anteriores habrán pasado” (Ap 21,4). Mientras tanto, Dios nos promete ser “nuestra ayuda segura en momentos de angustia” (Sl 46,1).
El autor es abogado y comentarista de temas políticos y religiosos.