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Josefina Haydée Argüello

Visita de Rubén al bibliotecario mendigo

Un día de febrero de 1888, Rubén Darío hace escala en el Callao, para visitar en Lima al escritor Ricardo Palma (1833-1919).

Durante la Guerra del Pacífico, Palma había participado en la defensa de Lima.  Las tropas de ocupación chilenas habían incendiado su casa y junto a ella pierde su biblioteca.

En 1884, por insistencia del presidente Miguel Iglesias, acepta la dirección de la Biblioteca Nacional —la cual estaba destruida por la guerra y había sido igualmente saqueada—.

Su labor constituyó uno de sus mayores logros. Se ganó el apelativo de “bibliotecario mendigo” pues utilizó sus contactos y prestigio para pedir a las personalidades mundiales que le donasen libros.

La visita de Rubén, quedó históricamente plasmada en un escrito que él hace en Guatemala en 1890. Fotograbado que está contenido dentro de la obra, Tradiciones Peruanas de Palma.

Las Tradiciones Peruanas constituyen un género intermedio entre el relato y la crónica. Están construidas de hechos históricos o de anécdotas populares de carácter burlesco, dándole cierta particularidad a la obra. Se han visto en ellas la nostalgia del pasado colonial, escrito con ironía, con la que describe y esconde una crítica, teniendo un gran impacto en la narrativa hispanoamericana.

“No vaya usted a verle; es como un ogro de terco”, le decía su amigo chileno cuando Darío llega al Callao con la intención de visitarle. Pensó que de un “regaño no ha de pasar” y a la misma vez recordaba con temor, su canto épico escrito a las glorias chilenas.

En la biblioteca, frente al umbral de la puerta de la oficina del director y antes de golpear, contempló la famosa pintura La muerte de Atahualpa, de Luis  Montero, la cual gracias a las gestiones de Palma, fue devuelta al Perú en 1885.

Para su asombro Palma lo recibe con la mayor cordialidad y con una “amable sonrisa que le daba ánimo”  describiéndolo de “¡Figura simpática, e interesante en verdad!”  y “de buen conversador y palabra fácil y amena”.

“¡Oh, mi Sr. D. Darío Rubén!… Así me saludó, así poniendo el apellido primero el nombre después”. Mi pobre nombre tiene esa capellanía. […] Sí, unos lo creen seudónimo, otros lo colocan al revés, como el ingenio de las Tradiciones Peruanas, y otros, como D. Juan Valera, dicen que es un nombre contrahecho o fingido…”.

Dándole un recorrido, Palma le señalaba los libros ingleses, alemanes, italianos, americanos, españoles, diciéndole que le daba tristeza, que la parte americana, sobre todo la centroamericana fuera tan pobre.

Pasaron a un salón con los retratos de los presidentes del Perú destacándose “el del general Cáceres, en su caballo guerrero de belfo espumoso y brava estampa”.  Vio también el del “indio legendario” que prefirió comerse las cartas antes que entregarlas a sus enemigos.

Mientras, Palma le hablaba, Darío recordaba: “En el principio de mi juventud, me había parecido un hermoso sueño irrealizable estar frente a frente con el poeta de las Armonías, de quien me sabía desde niño aquello de:

¡Parto, oh patria, desterrado! / De tu cielo arrebolado/ mis miradas van en pos./ Y en la estela/ que riela/ sobre la faz de los mares/ ¡ay¡ envío a mis hogares/ un adiós/.”

“Y Veía que el ogro no era tal ogro, sino un corazón bondadoso, […] un ingenio en quien, con harta justicia, la América ve una gloria suya”.

Despidióse con pena Rubén, mientras pensaba:

“¡Quién sabe si volveré a verle! […] con los ojos entrecerrados, y satisfecho de mi visita, sonreía al pensar en que el ogro no era como me lo pintaba mi amigo el chileno, y guardaba con orgullo en mi memoria, para conservarlo eternamente, el recuerdo de aquel viejecito amable, de aquel buen amigo, de aquel glorioso príncipe del ingenio”.

Darío sí lo vería más tarde en un hotel que daba a la Puerta del Sol, en Madrid, según su autobiografía.

Había ido allí a visitar al “glorioso y venerable don Ricardo Palma”  y donde este le presentó a José Zorrilla “el que mató a don Pedro y el que salvó a don Juan”. Refiriéndose posiblemente a los dramas: Don Juan Tenorio (1844) de Zorrilla, y El burlador de Sevilla (1630) de Tirso de Molina.

La autora es máster en Literatura Española.

Opinión escritor Ricardo Palma Lima Rubén Darío archivo
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