En el velorio oficial del presidente sandinista de la Asamblea Nacional, René Núñez Téllez, Daniel Ortega dejó claro el motivo que tuvo para descabezar a la oposición política partidista y excluirla de las elecciones de noviembre, así como para destituir a los 28 diputados opositores. Lo hizo porque quiere tener a su disposición un poder legislativo políticamente inocuo y sumiso.
Ortega calificó de “terrorismo institucional” la política de oposición activa y limpiamente democrática que los diputados del PLI y el MRS practicaban en la Asamblea, hasta que fueron expulsados de sus escaños de manera arbitraria. Y dijo, Ortega, que da gracias a Dios porque según él ahora el país vive en “un sistema democrático” en el cual “todos los poderes del Estado trabajan por el bien común en armonía”.
Sin duda que a un dictador como Ortega le molestaba, y mucho, que hubiese en el poder legislativo una oposición valiente y beligerante, la cual entre muchas acciones destacadas se opuso vigorosamente a la Ley 840 con la cual el régimen orteguista otorgó una concesión canalera vende patria al empresario chino Wang Jing y quienes estén detrás.
Le incomodaba a Ortega que los diputados opositores denunciaran cada vez que podían la corrupción gubernamental. Ya no podía tolerar que protestaran contra las violaciones a los derechos humanos, incrementadas en los últimos años y convertidas en política de Estado, como denuncian de manera documentada los organismos nacionales e internacionales de derechos humanos.
Tampoco podía soportar el presidente inconstitucional, que la bancada de oposición cuestionara el presupuesto oficial que invariablemente es diseñado para favorecer los fines del régimen orteguista, más que para atender y resolver las necesidades primordiales de la población.
Y sobre todo, le irritaba al dictador que los diputados de oposición exigieran elecciones competitivas y limpias y, peor todavía, que reclamaran alternancia en el gobierno y el derecho de los partidos opositores a tomar el poder mediante el voto ciudadano. Eso no lo puede tolerar un caudillo iluminado que pretende ser la encarnación del pueblo y se cree destinado a gobernar por el resto de su vida, para luego heredar el poder a alguien de su familia y su partido.
Ortega, en su discurso funerario en la Asamblea Nacional aseguró que ahora “todos los poderes del Estado trabajan en armonía”. Es decir, ahora que en la Asamblea Nacional ya no hay verdadera oposición y todos los poderes del Estado están completamente subordinados a él.
A propósito de armonía y subordinación, la Constitución de Nicaragua dice en su artículo 129 que los poderes del Estado “son independientes entre sí y se coordinan armónicamente, subordinados únicamente a los intereses supremos de la nación y a lo establecido en la presente Constitución”. O sea que lo primordial es la independencia de los poderes y la armonía es en lo funcional.
Pero Ortega cree que los intereses supremos de la nación se encarnan en él. Por eso atropella la Constitución y la Ley, socava las instituciones, convierte las elecciones en farsa electoral, impone un Estado policiaco y comete muchas otras arbitrariedades que definen claramente lo que es una dictadura, aunque quieran hacerla pasar como democracia.