La imagen que se tiene de los rusos es que son gente taciturna. Pues la ceremonia de clausura de los Juegos de Sochi, la olimpiada más cara de la historia, sirvió para confirmar que el buen humor existe en la Rusia de hoy.
“Lo que se hizo aquí ha sido asombroso”, declaró el presidente del Comité Olímpico Internacional, Thomas Bach, quien se quedó corto al referirse a Sochi, un sitio abandonado en la costa del mar Negro
Un oso gigante —de casi ocho metros o 26 pies de altura— apagó la llama olímpica con un soplido, tras lo cual derramó una lágrima de su ojo izquierdo.
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En el Estadio Fisht, el grupo de 700 bailarines —ataviados con trajes de color plateado— recreó el fallo de la gala de inauguración hace dos semanas, cuando uno de los cinco anillos olímpicos no se pudo encender durante una secuencia de pirotecnia. Ayer, de manera intencional, los artistas se demoraron en completar la formación del quinto anillo, provocando risas.
Con Vladimir Putin observando con orgullo, el último acto de los Juegos de Sochi comenzó con un despliegue de fuegos artificiales. Darle una calificación al megaproyecto del presidente ruso, al montar una olimpiada de invierno en una ciudad de clima subtropical, no es una tarea fácil.
Los rusos se autoevaluarán con buenas notas, cumpliendo con el objetivo de su presidente de haberle mostrado al mundo la pujanza del país, lo mucho que ha avanzado tras el desplome del comunismo hace dos décadas.
Obviamente, los detractores de Putin seguirán insistiendo en que Rusia continúa retrocediendo en cuanto a los derechos humanos, con una marcada intolerancia hacia los gays.
Pero nadie puede cuestionar la espectacularidad de los estadios, las imponentes vistas de los picos en la cordillera del Cáucaso y que las justas pasaron sin incidentes mayores.
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