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“El fin del mundo” Está en Managua

Esta es la historia de un pueblo que, como muchos otros, vive de la pesca y la leña. Pero no se equivoque, no es un pueblo cualquiera. Aquí hasta los garrobos “se infartan” en verano; pero en un “buen” invierno se puede andar en bote por los caminos. Este lugar extremista se llama San Francisco Libre y es uno de los nueve municipios de Managua. El más aislado de todos.

Por Amalia del Cid

Esta es la historia de un pueblo que, como muchos otros, vive de la pesca y la leña. Pero no se equivoque, no es un pueblo cualquiera. Aquí hasta los garrobos “se infartan” en verano; pero en un “buen” invierno se puede andar en bote por los caminos. Este lugar extremista se llama San Francisco Libre y es uno de los nueve municipios de Managua. El más aislado de todos.

[doap_box title=”PANCHITO” box_color=”#336699″ class=”aside-box”]El aeropuerto de Punta Huete o “Panchito”, ubicado en San Francisco Libre, es considerado una alternativa al Aeropuerto Internacional Augusto C. Sandino, en casos de emergencia. Es la mejor y más grande pista de Nicaragua, la menos utilizada y la menos conocida. Mide 3,000 metros de largo, 45 de ancho y tiene un grosor de 40 centímetros de concreto reforzado (cemento y acero) sobre varias capas de material selecto. Fue construida en los años ochenta, por el gobierno sandinista, con el fin de traer aviones cazabombarderos soviéticos. Se estima que costó al menos 25 millones de dólares. Esta pista, si deja de ser subutilizada, podría sacar a San Francisco Libre del olvido. [/doap_box]

Su casco urbano está ubicado en una punta de la costa norte del lago Xolotlán, a 79 kilómetros de la capital. Y, a pesar de que cuenta con una vista de primera fila del Momotombo y el Momotombito, no tiene turismo. En la playa solo hay botes. Pequeñas y lúgubres embarcaciones que parecieran vestigios de alguna de las tantas crecidas del lago.

De todas formas, en realidad no hay playa. Donde termina el Xolotlán comienza el fango. Y ahí, con las botas de hule cubiertas de lodo, Adolfo Salinas saca el pescado del día para llevarlo al acopio. Rara vez viaja a Managua. ¿Para qué ir? Cuando logra salir del lago, dice, se refugia en casa.

Además, viajar a la capital en invierno es una odisea en la que se desafían todas las leyes de la física. Un aguacero puede dejar incomunicado al municipio, cuando la carretera se empantana y enfanga. Por ejemplo, en el sector del puente La Palmita (el punto más crítico del camino), cuando el río crece y se rebalsa, comienzan inundaciones que cubren un tramo de tres kilómetros de longitud, según estudios del Ministerio de Transporte e Infraestructura.

Por ahora, lentamente avanza un proyecto gubernamental que promete convertir la carretera de acceso en una vía de tiempo completo. En él están depositando sus esperanzas los “franciscanos”, pues si no pueden detener al lago, al menos quieren contar con una ruta de escape.

Mientras tanto, se conforman con sobrevivir al invierno. Y cuando caen las primeras lluvias fijan la vista en el lago, para que no los tome desprevenidos.

Aquellos tiempos…

San Francisco Libre no siempre fue un lugar desierto. Hace muchos inviernos, en los primeros años del siglo pasado, por su puerto pasaba buena parte de la producción agrícola del Norte del país, rumbo a Managua.

Antes de la construcción de la Carretera Panamericana, en el muelle de San Francisco diariamente atracaban botes de vela, lanchas de remos y barquitos de vapor que transportaban familias, productos y comerciantes. Además, de la capital llegaban vendedores que ofrecían telas, zapatos y sal. Así lo recuerdan los ancianos. Y así se lo contaron a doña Emelina García, de 61 años.

Ella llegó de Totumbla, Matagalpa, cuando aún era una niña. Y todavía, afirma, pudo ver alguno de esos botes de vela que navegaban “a golpe de viento”.

Ya de adulta, habitando en la comarca Laurel Galán, le ha tocado vivir inundaciones. Y no solo eso, también el aislamiento. Una noche tuvo que cargar a la mayor de sus hijas por el camino de 33 kilómetros y medio que separa a San Francisco Libre de la Carretera Panamericana Norte. “La niña tenía diarrea de sangre y a tuto la traje”, cuenta.

Salió a pie, porque en un vehículo jamás lo habría logrado. “Me quedaba atollada en ese lodazal, quedaba pegada, pero yo hacía el esfuerzo”, recuerda. Ahora las cosas son diferentes, asegura optimista. Con las reparaciones que se le han hecho a la carretera, cuando no llueve mucho al menos se puede intentar salir.

A los que sí les va bien en invierno (siempre que no se les inunden los campos) es a quienes crían ganado, dice. Y señala a las vacas esqueléticas que rebuscan pasto en terrenos desiertos. La falta de agua hace estragos. Cuando solo ha “garuado”, sin una sola lluvia de verdad, las reses como que se ponen “flojas”, caen al suelo y mueren.

Y, como si intentaran confirmar la explicación de doña Emelina, allá en un campo, un grupo de campesinos ha corrido a recoger a una vaca exhausta, que ya no puede mantenerse sobre sus patas.

Los males del invierno

Más allá de las inundaciones que suelen poner a San francisco en las noticias, están los problemas que las lluvias causan en la pesca y el pique de leña, los dos principales rubros del municipio.

Parece ser que a los guapotes, los guapotes laguneros y las mojarras no les agrada el olor de la grama que se pudre cuando el lago avanza. Se van lejos, hasta zonas en las que los pescadores no pueden alcanzarlos. Y los botes vuelven vacíos en las primeras semanas del invierno.

En el caso de la leña, lo que sucede es que los bosques se anegan y se hace imposible extraer la madera de brasil y cornizuelo que tan bien arde en los fogones, comenta Miguel Ángel Manzanares, comerciante de leña.

Sin duda la naturaleza lo agradece, pues a partir de los años noventa, cuando las cooperativas dejaron de recibir créditos y los agricultores pusieron el ojo en los bosques, la zona empezó a avanzar hacia la desertificación, según un amplio trabajo publicado por la revista Envío en enero de 1999.

Ya no hay madera para las lanchas de los pescadores. Juan Rodríguez, el mayor de los dos constructores de botes que hay en San Francisco, tiene que usar genízaro y guanacaste, porque hace rato desaparecieron el pochote y el cedro real. El resultado es que las embarcaciones, que cuestan siete mil córdobas, tienen una vida útil de apenas tres años. Y no es raro verlas desbaratarse en la costa, cuando ya no resisten el zangoloteo del lago.

En esos precarios botes, los pescadores pasan dos noches en el lago. Si la faena comienza el lunes por la madrugada, termina el miércoles a mediodía. Visitan sus casas y por la tarde vuelven al agua. Un golpe de suerte es atrapar “laguneros”. Por una libra, en el acopio pagan 20 córdobas.

El pescado de San Francisco se guarda en dos acopios. Una parte se lleva a Tipitapa, la otra se vende a comerciantes hondureños, cuenta Rodríguez. Si le va bien, un pescador puede ganar entre 800 y mil córdobas por faena.

Pudo volver el turismo…

En mayo del 2009 se inauguró el muelle Carlos Fonseca Amador, solo para que un año más tarde quedara sumergido bajo metro y medio de agua. El proyecto costó casi 40 millones de córdobas y estaba supuesto a llevar turismo a este pueblo. Después de todo, San Francisco Libre está a 79 kilómetros de Managua, por tierra; pero apenas a 35 por agua.

En ese año de esperanza se logró abrir una ruta turística hacia el Momotombito; pero solo se hizo un puñado de viajes. Además, el puerto fue visitado media docena de veces por la famosa embarcación “Novia del Xolotlán”. Eso fue todo.

Aunque el muelle ya está seco y se ha hablado de su posible restauración, por ahora San Francisco continúa en aislamiento. A este pueblo no vienen ni los periódicos.

Evacuados

En San Francisco Libre la gente cuenta su historia en inundaciones. Nicolasa Pérez y su esposo Francisco Valladares vivieron las dos peores: la del huracán Mitch, en 1998, y la del invierno del 2010. En la última lo perdieron todo.

Ahora viven en la colonia 26 de Septiembre, junto a otras familias evacuadas y reubicadas en las partes altas del pueblo. San Francisco Libre está creciendo hacia arriba, en las montañas.

Y podría pensarse que en lo alto Nicolasa y Francisco por fin dejaron de sufrir inundaciones, pero qué va… De la montaña bajan dos corrientes y se les meten a la casa.

¿Será que las cosas nunca cambiarán en San Francisco Libre? Sus habitantes prefieren pensar que sí lo harán.

Incluso son optimistas cuando analizan su aislamiento. Y dicen: “Pero mire, aquí nuuunca pasa nada”.

Ver en la versión impresa las paginas: 8 ,10 ,14 ,16

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