No conozco a nadie que haya determinado con tanta soltura e investigación la influencia de la música en la poesía de Rubén Darío como Erika Lorenz en un ensayo editado por el Instituto Iberoamericano (Hamburgo 1956), con traducción y notas de Fidel Coloma, publicado en 1960 por la Academia Nicaragüense de la Lengua. Erika pone al bardo “bajo el divino imperio de la música”. Su estro influido por los signos del “arte con alma” tanto de antecesores barrocos como Rameau y Lulli, galantes de la gaviota, del minuet y el contrapunto como en el recorrido de la historia posterior en partitura de Federico Chopin, “el poeta del piano”.
Manuscritos de Verlaine revelan cómo se sentía ante Wagner, “como los poetas franceses que pueden juntarse en torno de la escuela del simbolismo”. La relación se inició cuando en su juventud destapó las páginas de Azul y cuando en Los Raros puso a Verlaine ante el enorme Wagner.
Erika remonta la posición del bardo desde su adolescencia (1878-1881), cuando puso a llorar al laúd en Sollozos del laúd , el instrumento que preludia a la siempre viva guitarra.
Nadó en aguas melodiosas con gran voz en Canto épico 1887, Cantos de vida y esperanza 1905, Cantos a la Argentina 1910, Baladas y canciones 1896-1910.
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