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Bomboncita es el personaje principal de Fátima, aunque reproduce otros personajes famosos de la televisión infantil. LA PRENSA/U. MOLINA

La profesora del circo

Una alfombra vieja color amarillo protege del piso de concreto a los niños y niñas que encuentran la magia y la risa en los malabares, las piruetas, el equilibrio y el ula ula. Las pequeñas chinelas de hule quedan fuera y las instrucciones a seguir los hacen crecer en un sueño que un día podría convertirse en realidad, como lo vivió Fátima Zeledón, la maestra de arte circense que cada mañana llega a entrenarlos y que creció como uno de estos pequeños aprendices, en un barrio, bajo una carpa y con el sueño de ser estrella.

Por Róger Almanza G

A media calle, Fátima enseña a un grupo de niños de Villa Dignidad  algunos elementos de arte circense como equilibrio y malabares.  LA PRENSA/U. MOLINA

Una alfombra vieja color amarillo protege del piso de concreto a los niños y niñas que encuentran la magia y la risa en los malabares, las piruetas, el equilibrio y el ula ula. Las pequeñas chinelas de hule quedan fuera y las instrucciones a seguir los hacen crecer en un sueño que un día podría convertirse en realidad, como lo vivió Fátima Zeledón, la maestra de arte circense que cada mañana llega a entrenarlos y que creció como uno de estos pequeños aprendices, en un barrio, bajo una carpa y con el sueño de ser estrella.

Hoy más que una estrella que brilla a lo lejos, Fátima resplandece muy de cerca para estos niños, que esta mañana fueron 15 pero por la tarde, en el mismo lugar, en Villa Dignidad, llegarán 30 y el fin de semana otro grupo la espera ansioso en el barrio Las Torres.

Lleva 12 años instruyendo en arte circense a niños y niñas en riesgo. Los pequeños de Villa Dignidad son originarios de los asentamientos que fueron tragados por las aguas del lago de Managua y que fueron trasladados a albergues temporales durante meses hasta que el Gobierno les diera un espacio donde vivir.

La misión de Fátima y su equipo de colegas es llevar a estos niños un espacio donde se entretengan sanamente y ocuparlos, para que sus padres eviten mandarlos a las calles a vender, aunque no siempre dejan la pana, y muchas veces se les ve pidiendo peso en los semáforos.

Cuenta Fátima que también asistía a los albergues y las clases funcionaban como método contra la tristeza y depresión que podrían tener los niños y niñas damnificados.

Su misión sabatina en el barrio Las Torres es similar. Aquí lleva su conocimiento a niños y adolescentes trabajadores, con el objetivo de disminuir, en lo posible, sus horas de trabajo. La condición para ambos grupos es que no dejen de asistir a la escuela.

“Muchas veces es difícil porque no quieren ir a la escuela y prefieren quedarse en las clases de circo, pero me toca contarles mi historia, que sepan que yo me bachilleré y que gracias a ello me profesionalicé y viajé por muchos países. Ellos se animan y retoman sus clases… es parte de lo que más me gusta con lo que hago”, cuenta Fátima.

Su labor es apoyada por organismos no gubernamentales y la municipalidad de la capital, sin embargo, la pasión y entrega que tiene en ello solo nace de su corazón.

Fátima orienta la postura y la forma para que el ula ula no caiga. Su frase favorita en la clase a media calle es “claro que se puede”. Anima a los chavalos para que encuentren la forma de hacerlo. Lo hacen y les gusta.

Brenda es una pequeña de 8 años a quien le gusta más las clases de circo que la escuela. Esta mañana no fue al colegio, su mamá no lo sabe pero Fátima sí se entera. “No podés faltar a clase”, le dice Fátima a Brenda, que con esa pequeña carita cachetona resulta imposible regañar fuerte.

Las clases duran tres horas, desde las 8:00 hasta las 11:00 de la mañana, este primer grupo debe prepararse par ir al colegio y los maestros para recibir al grupo de las 3:00 de la tarde.

“UN MUNDO MÁGICO”

“El circo es un mundo mágico”, dice Fátima, una explicación que le basta desde aquella tarde cuando en el colegio Oscar René Mejía Vargas la captaron para la escuela de circo. Tenía 12 años y la emoción no la olvida.

“Yo soñaba con las clases de danza y pensé que en este espacio podría recibirlas… mis padres no me podían pagar la escuela, pero con esta oportunidad era gratis y yo quería bailar ballet”, recuerda Fátima.

Managua fue la ciudad que la vio nacer. Por esos lados creció con sus ocho hermanos. Hijos de una madre tortillera y un papá obrero que ayudaba a la venta de tortillas. Fátima, mientras ayudaba en casa y asistía al colegio, el sueño de ser bailarina y presentarse en un escenario crecía con fuerza.

La escuela de circo en la plaza 19 de Julio no resultó lo que en principio Fátima esperaba. Fue mejor.

“Me encontré con el arte circense. Cuerdas, mantas, malabares, todo, absolutamente todo me gustó, tanto que hasta contorsionista me volví”, cuenta ahora Fátima. Su mayor obstáculo para entonces, era su padre. “Jamás me dejaría estudiar arte circense, para él esto no era para niñas, mucho menos para niñas que tienen familia, que tienen una casa”, recuerda con tristeza Fátima, con el luto aún presente. Su padre murió hace dos meses sin verla actuar nunca en un escenario.

Pero la conoció como Bomboncita, su más tierno personaje. El pasado 13 de agosto cuando su padre estaba internado en el hospital, Fátima llegó vestida de su personaje más tierno, Bomboncita. “Llegué vestida de payasita porque él me lo pidió. No habló, solo me vio y lloró. Sentí que por fin aceptaba mi decisión y me daba su bendición”, cuenta Fátima. Dos días después la noticia de la muerte de su padre la embargó en un dolor profundo que hasta hoy arrebata de repente su sonrisa.

UN SECRETO, UN GRAN LOGRO

Un año se mantuvo en las clases de circo sin que su padre se diera cuenta. Con la complicidad de su madre y sus hermanos, Fátima lograba recibir cada tarde las lecciones y entrenamiento de los maestros del circo. Hasta una tarde cuando una lesión en el tobillo la descubrió ante su padre.

“Esa tarde me llegaron a dejar mis compañeros y dos maestros, mi papá los corrió a punta de machete. Tuve que contarle la verdad y no me habló durante tres días y a pesar de mi lesión no dejó de mandarme a hacer todo lo que tenía que ayudar en casa, y lo hice para demostrarle fuerza y sobre todo valor para enfrentarlo”, recuerda Fátima.

Así fue. Pasaron unos días cuando tuvo que enfrentar con mayor fuerza a su padre. Una beca en la Escuela Nacional de Circo de la Habana, Cuba, estaba dispuesta para Fátima. “Era lo que mi padre quería para mí o lo que yo deseaba hacer. En el fondo no me costó decidir porque ya sabía qué hacer. Me fui a Cuba”, cuenta Fátima.

Apenas tenía 14 años y en Cuba pasaría los siguientes cinco hasta graduarse como maestra de arte circense.

Los primeros dos años no supo nada de su padre, más que lo que le decía su madre por medio de cartas. Fátima escribía cada semana cartas a su padre sin recibir respuesta hasta inicios de su tercer año en Cuba. “… para donde agarro si ya te fuiste, ahora que estás allá demostrá que sos una Zeledón de cepa…” decía la carta tan esperada, firmada por su padre.

“Cuando vine de Cuba era su oveja negra pero su preferida, recuerda Fátima.

Su especialidad en cable tenso la llevó por circos de toda Centroamérica y México. Con apenas 19 años, Fátima ya no necesitaba el permiso de sus padres, su experiencia en Cuba la volvió independiente y los cinco años fuera de casa permitieron que sus padres le notaran las alas.

Honduras, El Salvador, Guatemala, de muchos lados llamaban a Fátima. Aunque al principio se las vio en la rebusca de trabajo y tener que aceptar una que otra mala paga, no corrió mucho el tiempo para que su espectáculo fuera solicitado y fue entonces cuando ella puso el precio.

EL TRABAJO

Hoy, desde hace 15 años es parte del Club del Clown (Club de payasos) y dueña de su propia empresa de diversión llamada Solo Payasitas. Seis de sus sobrinas han sido preparadas por ella para animar actividades y ella se convierte en su otra cara, Bomboncita.

Madre soltera y con dos hijos, Juan Manuel Valverde de 14 años y Juan Pablo Valverde de 8 años, hoy sus dos más grandes admiradores, aunque para su hijo mayor no siempre fue así. Juan Manuel tenía 8 años cuando Fátima llegó a una reunión de padres de familia en su colegio, vestida de Bomboncita. “No pude cambiarme, venía de un bautizo” recuerda Fátima, que todos se alegraron al verla, todos los niños corrieron a abrazarla menos su hijo. En casa la sentencia cruel de su primogénito: “No vuelvas a llegar así a la escuela”, le dijo. “Recuerdo la pena que sentí, da tristeza que tu hijo se apene con lo que hacés”, dice Fátima.

Hoy la situación es distinta, Juan Manuel la apoya en las actividades que asiste, pintando caritas y con el arte de crear figuras con globos y su pequeño Juan Pablo salta a sus brazos cada vez que su madre llega como Bomboncita a participar en alguna actividad escolar.

La misma actitud tienen los niños y niñas de Villa Dignidad, corren a saludarla cuando la ven llegar con sus colegas. Le ayudan a tender la alfombra y luchan durante tres horas para demostrar que pueden ser estrellas del circo, una realidad distinta a la que encuentran en las calles.

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