¿Existe un conflicto entre ciencia y fe en relación al aborto? Tras celebrarse ayer el Día Internacional del Niño por Nacer, y anunciarse para esta semana una jornada de reflexión sobre el derecho a la vida, conviene examinar esta pregunta.
Eduardo Enríquez, jefe de Redacción del Diario LA PRENSA, reflejó en un artículo del año pasado una percepción muy extendida sobre el tema: “Don Fabio Gadea cree que el aborto debe ser prohibido, incluso el terapéutico. Eso le dicta su fe. Don Edmundo Jarquín cree que el aborto terapéutico debe ser permitido porque hay circunstancias en que peligra la vida de la madre. Eso le dicta su razonamiento”.
Esta es una percepción donde los adversarios del aborto salen mal parados. Pues en una sociedad laica y pluralista no solo tienen mayor prestigio y legitimidad las posiciones derivadas de la razón, sino que los no creyentes pueden argumentar —correctamente— su derecho a que no se les impongan por ley convicciones religiosas de otros.
Parte de esta percepción se debe a los creyentes que sustentan su oposición al aborto recurriendo exclusivamente a la Biblia o argumentos teológicos, en lugar de utilizar los argumentos proporcionados por las ciencias biológicas y jurídicas. Veamos.
Todo el debate sobre si debe o no permitirse el aborto en sus distintas modalidades tiene, como centro de partida obligado, su definición de lo que es el feto. ¿Es o no un ser humano? Respondida esta pregunta todo lo demás viene por añadidura: si lo es, exige respeto y protección. Si no lo es, puede tratarse como un mero tejido susceptible de extirparse y tirarse al basurero.
¿Cómo saberlo? Poniendo al lado la Biblia, que es fuente legítima de información para los creyentes, lo que la ciencia enseña, sin ninguna ambigüedad, es que el feto no es un tejido propio de la madre como lo es una muela. Por el contrario, es otro ser con su propio DNA, sexo y tipo de sangre. “Genéticamente”, nos dice el doctor Albert Liley, fisiólogo conocido como el padre de la fetología, “la madre y el feto son individuos distintos desde la concepción”.
Quien ha visto el vientre de una embarazada ondulando ante las patadas o contorsiones de la criatura que encierra, capta fácilmente, sin necesidad de mayor argumentación científica, que lo que está allí no es una masa de tejidos cualquiera sino un ser humano —en cierta forma completo con un corazón que late desde el día 25— aun cuando todavía necesite un proceso de maduración y crecimiento antes de poder sobrevivir en el mundo exterior.
La consecuencia jurídica de esta premisa o realidad biológica cae por su propio peso. Si estamos en la presencia de un ser nuevo —que no es equino ni canino sino humano-único, irrepetible y distinto a sus padres— no tiene sustento científico ni racional el alegato de algunos abortistas de que la madre tiene derecho a disponer libremente de su cuerpo, pues el feto no es parte del mismo, sino otro ser con similar rango y derechos.
Si la razón para negarle el estatus de humano o conferirle un rango menor es su dependencia extrema, o la aparente ausencia de conciencia o racionalidad, habría que extender estos criterios a los recién nacidos, que también comparten muchas de estas características o “deficiencias”. Pero la ciencia jurídica, lejos de conceptuar las “deficiencias” o debilidades como un atenuante de la humanidad o de los derechos de quienes las sufren, considera más bien que en razón de su indefensión y fragilidad, los más vulnerables —incluyendo los minusválidos— deben gozar de una protección y defensa aún mayores.
Biblia, fe y razón, coinciden.
El autor es sociólogo y fue ministro de educación 1990-1998.
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