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Fátima Arellano

¿Llegaremos a tiempo a Copenhague?

Por Leonardo Padura

Quizás la más importante lección que nos está dejando la crisis económica y financiera global han sido las proporciones de su abarcador apellido.

 Al haber tenido dimensiones globales, nos hizo más evidente cómo una fábrica que cierre sus puertas en Detroit puede llevar sus efectos catastróficos hasta Lagos o São Paulo, o cómo un obrero que queda cesante en España provoca que a otro le ocurra lo mismo en China.

La evidencia de que la economía global, las tecnologías de avanzada y la interdependencia comercial hacen del mundo moderno un sistema de conexiones en el que todas sus partes influyen, también ha servido para recalcar que esa relación de la “aldea global” solo podrá sostenerse con la instrumentación de un cambio bastante radical de estructuras sistémicas.

Pero este cambio, que para tantos resulta ineludible si se aspira a un sostenimiento del modelo económico, implica establecer una visión diferente del consumo de los recursos naturales y la consecuente necesidad de adoptar una relación más armónica con el ambiente.
Desde mucho antes de que se desatara la crisis económica que ha recorrido al mundo sabíamos que el humo lanzado a la atmósfera en China, lo respiran también los europeos; y que una fábrica de vehículos consumidores de combustible de Detroit provoca una contaminación de la atmósfera y un aceleramiento en el agotamiento de las fuentes energéticas tradicionales capaz de afectar a todo el planeta y comprometer su futuro.

Sin embargo, la plena conciencia de que la economía especulativa y sin regulaciones, y el consiguiente deterioro de un ambiente que solo es visto como fuente de ganancias, estaba tocando los límites de su capacidad de resistencia, no logró detener, con la seriedad exigida, los modos de producción y consumo existentes ni las agresiones a la naturaleza.

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Entre las certezas que teníamos antes de la crisis —y que ésta ha servido para subrayar— está el hecho de que las economías de los países más industrializados, responsables protagónicos del crack económico, son principales consumidoras de recursos naturales y, muchas veces, las mayores agresoras del ambiente.

Algunos de esos países, varios en Europa y muy golpeados por la crisis, han mostrado voluntad política de comenzar a cambiar políticas económicas, e incluso impulsan con renovado énfasis la aplicación de las tecnologías “verdes”.
Otros países, en cambio, demasiado preocupados por las soluciones económicas inmediatas, o atrapados en la contradicción mercantilista y desarrollista del sistema, aún no dan el paso que marque la distancia entre las intenciones y las acciones.

Tal vez la misma salida (presumiblemente temporal) de la crisis económica y financiera les provoque un sentimiento triunfalista que, a la vez, les impida dar ese salto necesario… Y entonces no estarían haciendo más que abrir la senda a la próxima crisis y al desastre ecológico más devastador.

A estas alturas del conocimiento de los resultados que han traído para la naturaleza los modelos económicos neoliberales y, sobre todo, de las catastróficas consecuencias que sufriremos si no se da un giro inmediato en la relación entre economía y recursos naturales, puede parecer demente no adoptar las medidas necesarias.
Sin duda, uno de los temas más álgidos de esta problemática radica en la responsabilidad (o más bien, en la capacidad de establecer políticas efectivas) de los países que han llevado la salud económica y física del planeta a su estado actual.
También está la necesidad —y hasta el derecho— de otros países de escapar a sus lamentables condiciones económicas acudiendo a tecnologías tradicionales más baratas o a nuevas propuestas de consecuencias impredecibles, entre las que se hallan los polémicos biocombustibles.

Sólo la conciencia de que una colaboración responsable y profunda entre países ricos y pobres, capaz de expandir el disfrute de ciertos niveles de desarrollo a estos últimos y una redefinición del consumo —incluido el de combustibles no renovables—, podría detener una tendencia suicida que, en su desenlace, afectará por igual a unos y a otros, precisamente porque vivimos en un mundo global.

La conferencia mundial sobre cambio climático convocada por las Naciones Unidas para celebrarse entre el 7 y el 18 de diciembre en Copenhague, llega justo a tiempo solo si las lecciones de la crisis han sido asimiladas, sobre todo por los que la provocaron.

Lo que hoy está en juego no es la salida de una crisis o el exorcismo de la próxima, sino el futuro inmediato de la civilización humana.

Ya se han visto las secuelas que el afán de ganancias ha provocado en los negocios, las finanzas y hasta en la vida cotidiana de la casi totalidad de los habitantes del planeta.

Se desprende como enseñanza la necesidad de una racionalidad económica que algunos llaman “revolución de los modelos”, para la cual es inevitable la intervención de los Estados, y, con ella, la férrea aplicación de concepciones productivas y de consumo que alivien la tensión del ambiente, para lo cual es necesario la intervención de cada ciudadano, promoviendo otra revolución, en este caso de las costumbres.

Solo con esa voluntad y, más aun, con esa política, la conferencia de Copenhague no habrá llegado demasiado tarde.

Opinión
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