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Fidel Castro y la coherencia de los terroristas

  • La verdad es que Castro es un líder coherente. Quienes no suelen serlo son los dirigentes de las democracias latinoamericanas. ¿Cuántos muertos y cuánto sufrimiento les ha costado el intervencionismo cubano a las sociedades iberoamericanas?

Carlos Alberto Montaner

Madrid.- francisco flores, el presidente de El Salvador, miró a Castro a los ojos y con una enorme firmeza lo acusó de ser responsable de incontables muertes ocurridas en su país. La Cumbre Iberoamericana se estremeció. El Comandante, que acababa de negarse a firmar una condena a la ETA vasca -una organización terrorista con 800 crímenes en su palmarés-, no negó la acusación. La tradición revolucionaria, afirmó, es así. Flores la conocía en carne propia: su suegro, un hombre admirable, había sido asesinado por los castristas salvadoreños.

Francamente, hace tiempo que esperaba que sucediera algo parecido. Varios años atrás, también en el marco de una Cumbre, Castro tuvo un fuerte encontronazo con el entonces presidente uruguayo Luis Alberto Lacalle -que tampoco se dejó intimidar-, pero fue un intercambio privado. El de ahora ocurrió ante millones de teleespectadores del mundo entero y Castro llevó la peor parte: balbució, adoptó unos gestos de matón de barrio, y trató sin éxito de colocarse en el papel de víctima. Finalmente, Hugo Chávez abandonó por un momento el sable de Bolívar, se puso la nariz de payaso -el otro disfraz con el que suele subir a escena-, y repitió sin gracia un viejo chiste encaminado a destensar la situación. Castro lo miró con desprecio. No quería paz. Quería defender a pecho descubierto su derecho al «internacionalismo revolucionario».

Es curioso: Fidel, sin la menor intención de respetar los acuerdos, ha firmado su adhesión a la democracia representativa en Guadalajara, su acatamiento al pluralismo político en Viña del Mar, o su respeto por los Derechos Humanos en Cartagena de Indias, pero en Panamá no estuvo dispuesto a mentir con relación a su compromiso con los terroristas. Ése ha sido el núcleo fundamental de su actividad política -la forja de un mundo comunista conseguido mediante la violencia-, y en torno a esa visión y a esa misión ha estructurado sus valores y prioridades. Mentirles a Lagos, a Aznar o a Cardoso carece de importancia. Son sus adversarios ideológicos. Tomarle el pelo al bueno de Andrés Pastrana, con su arcangelical inocencia, puede ser una travesura justificada. En cambio, execrar a la ETA y contribuir a su descrédito constituye una traición a sus más caros principios. Durante más de treinta años, desde 1966, la ETA ha sido su aliada, su amiga. La inteligencia cubana la ha entrenado y ayudado. ¿Cómo podría él, Castro, mirarse al espejo al día siguiente de incurrir en esa abominable debilidad?

La verdad es que Castro es un líder coherente. Quienes no suelen serlo son los dirigentes de las democracias latinoamericanas. ¿Cuántos muertos y cuánto sufrimiento les ha costado el intervencionismo cubano a las sociedades iberoamericanas? Y que no se diga que eran «luchas de liberación nacional» o «revoluciones contra dictaduras», porque no es verdad: la Venezuela de Rómulo Betancourt y de Leoni era un país que acababa de salir de la tiranía de Pérez Jiménez. Cuando Belaúnde trataba de consolidar la democracia en Perú, Castro intentaba desestabilizarla. La colaboración cubana con las FARC, el M-19 y el ELN colombianos siempre ha sido contra gobiernos libremente electos. El respaldo a los ‘tupamaros’ uruguayos se hizo con el objetivo de destruir las libertades de ese país. En Argentina, tras una década de vergonzosamente buenas relaciones entre los militares y la dictadura cubana, ¿cómo despidió Castro al tembloroso, al frágil gobierno de Alfonsín? Entrenando y armando a los atacantes de La Tablada en 1989. Pero, ¿qué hizo Raúl Alfonsín, diez años más tarde, cuando su correligionario Fernando de la Rúa agrega el voto argentino al de las democracias que en Ginebra condenan a Castro por violar los Derechos Humanos de los cubanos? Alfonsín hizo algo terrible y contradictorio: atacó ferozmente a De la Rúa y provocó una crisis dentro del radicalismo. En lugar de respaldar al presidente, su compañero de partido, en la defensa de los valores democráticos, apoya al tirano que le había clavado un cuchillo por la espalda a su país y a su gobierno en el momento más delicado.

No es un caso excepcional. ¿Por qué Andrés Pastrana, que cuando estaba en la oposición me aseguraba que sentía por el Comandante un abismal desprecio, cuando llega al poder lo convierte en su amigo, lo toma de los codos, lo mira arrobado e incurre en la tontería de tratar de utilizarlo para poner fin a la violencia? ¿Nadie le ha dicho a Pastrana dónde termina la política y comienza el Síndrome de Estocolmo? ¿Cómo se puede ser amigo de quien tanto daño le ha hecho al pueblo que lo ha elegido para protegerlo y hacer cumplir las leyes? ¿Hasta dónde puede llegar la inconsecuencia? No estamos ante un tirano que se ha arrepentido y ha pedido disculpas. Estamos ante un dictador que no ha cedido un milímetro, que no ha abandonado ninguna de sus actitudes, y que ni siquiera se presta al juego retórico de condenar a sus aliados terroristas vascos porque se respeta demasiado para incurrir en esa arteras triquimañas de los «repugnantes políticos de la pluriporquería», como siempre se refiere Castro a los demócratas.

Tal vez Francisco Flores ha levantado la veda. Es difícil saberlo. Hay, sin embargo, un dato alentador: España ha reaccionado dentro de la Unión Europea y el ministro Piqué ha comenzado a tratar a Castro como lo que es: un tenaz enemigo de la democracia española. Que cunda el ejemplo. [©FIRMAS PRESS]  

Editorial
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