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De Valencia a Puerto Cabezas

Ahora que las aguas van bajando de nivel y el barro se solidifica en las calles, es momento de valorar la tragedia valenciana en su justa dimensión. Las imágenes que llegaron de España en las dos últimas semanas tenían la misma consistencia que las que se repiten con frecuencia tras el paso de huracanes y tormentas tropicales en Centroamérica. Solo el número de vehículos apiñados, ya convertidos en chatarra, podían hacer suponer que el evento había ocurrido en algún lugar de lo que llamamos “países desarrollados”. El resto, entre la desolación y la cifra inaceptable de muertes, no difería de cualquier otro cataclismo conocido.

Durante mis continuos viajes por la región, con más de 20 años de trabajo en cooperación, he pisado muchos territorios que recién habían sufrido las consecuencias de algún evento climático o natural catastrófico. Ya en 1998, antes incluso de mi actual labor, había viajado a Estelí y Condega para distribuir una ayuda económica a los afectados por el huracán Mitch. Pero fue más tarde cuando mis obligaciones me llevaron a diseñar programas de reconstrucción en El Salvador o Guatemala después de episodios de inundaciones y desbordes de ríos, o a evaluar los daños ocasionados por los huracanes Félix, Eta y Iota en Puerto Cabezas.

Estos dos últimos ciclones, que llegaron de forma consecutiva y con una precisión sorprendente hacia la comunidad de Wawa Bar, forman ya parte de mis recuerdos más intensos por la implicación que me tocó asumir desde el primer momento. Hacía unos años que trabajaba con sus pobladores en proyectos de agua y saneamiento, acercándome a sus costumbres y su lengua, a su ritmo de vida y sus creencias, tan ajenos al Pacífico de Nicaragua (y un Pacífico tan ajeno a ellos, no cabe duda). Solo el viaje en panga por los manglares, esquivando troncos a la deriva en época de lluvias y atravesando la destellante laguna de Karatá, ya cubría mis expectativas de esta vida y de la siguiente.

Cuando uno ha visto un lugar varias veces, ha pisado su tierra y ha comido el pescado preparado por su gente, ya forma parte de alguna manera de ese espacio. La memoria conserva retratos vigorosos de nuestro paso, y los recuerdos modelan de alguna manera nuestro mañana. Por eso cuando a los pocos días del huracán Eta y justo antes del Iota regresé a Wawa Bar, el impacto por la devastación fue colosal: todo el lugar que conocí había quedado arrasado por los vientos y el oleaje. Cada palmo de terreno escondía pequeños objetos, rastros de vida, herramientas ya inservibles. Y lo peor: un silencio más atronador que el del propio huracán.

Viendo ahora las imágenes de Paiporta, el epicentro del desastre valenciano, pienso que no hay distancia emocional alguna entre ambos continentes: la misma fuerza de la naturaleza provocando el mismo dolor e idéntica angustia para tanta gente. Y la constatación de que el ser humano ha contribuido de forma inexorable a un ciclo climático que nos enrumba a la repetición de estos escenarios sin importar el lugar ni el grado de desarrollo existente: un coche puede acabar siendo una trampa mortal de la misma forma que un pequeño barco de pesca acabó varado docenas de metros adentro de la costa caribeña, llevándose todo lo que encontraba a su paso.

Pero claro: más allá de las responsabilidades generales sobre el modelo de vida existente en el planeta, hay también otras responsabilidades políticas concretas que deberán deslindarse y alguien tendrá que pagar por la pésima gestión de la prevención y las actuaciones en los minutos cruciales (los que van de la vida a la muerte) del evento climático. Quizá no se pueda sortear nunca un determinado grado de destrucción, pero sí las consecuencias fatales de asumir una cifra de fallecidos que pueden evitarse si hay planes de emergencia que funcionen como es debido.

La ciudadanía valenciana se encargó de reclamarlo en las calles. Cuando el jefe de Estado y los presidentes de España y de la Comunidad acudieron al lugar de los hechos, fueron recibidos por una lluvia de barro lanzado por vecinos enojados y furiosos, que reclamaban respuestas ágiles ante su situación, pero sobre todo descargaban su cólera contra los políticos por no haber sabido evitar tanto drama a tiempo. Una democracia consolidada no supo prevenir la calamidad.

Del otro lado del Atlántico, cuando ya las instituciones y el Estado de derecho se desmoronaban en Nicaragua después de la revuelta popular de 2018, y pese a la larga experiencia en este tipo de fenómenos, tampoco el gobierno pudo minimizar el resultado final de su particular catástrofe. Los gobiernos autoritarios tienen mecanismos para evacuar a la población a refugios seguros sin necesidad de estados de alerta, a costa de sus libertades y de su capacidad de decisión cuando la vida es un bien superior. Pero ni eso basta para suprimir las listas de fallecidos: lo que se gana en disciplina se pierde irremediablemente en burocracia, en cadenas de mando incapaces por haber sido designadas a dedo y en acciones pensadas desde una metrópoli lejana y autista.

Tan distante, de hecho, como la evidencia de que ni entonces ni después el presidente de Nicaragua llegó a Puerto Cabezas a consolar a las víctimas. La imagen de un Ortega embadurnado del lodo lanzado por la gente desde las calles de Bilwi se demuestra imposible porque ese viaje, por si acaso, nunca se va a hacer. Ya hace años que solo sale de su casa para las celebraciones puntuales de cada efeméride partidaria, donde todo está organizado al milímetro y no hay un opositor a varios cientos de metros a la redonda. La Costa Caribe no ha visto una autoridad nacional desde tiempos inmemoriales, no vaya a ser que los miskitos decidan expresar lo que sienten.

Ese debe ser el nivel de popularidad que los palmeros a sueldo le otorgan en las encuestas a la pareja presidencial: ¡A ellos nadie les grita “asesinos” como sí lo hace el pueblo con el presidente español! Y así es, en efecto: basta con que desaparezcas de la escena pública, evites el contacto con la gente, te rodees de cientos de policías si vas a recorrer unas pocas cuadras hasta la Plaza de la Revolución, y, ante todo, sigas contando tú los votos cuando toque preguntarle a la gente qué opinan realmente de ti.

Mientras tanto, solo queda esperar sentado en el sofá sin el más pequeño sobresalto a que se aproxime el próximo huracán.

El autor es cooperante español en Centroamérica.

Opinión
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