¿No es la Iglesia católica demasiado vertical o autoritaria? ¿No sería mejor que sus pontífices, cardenales y obispos, fuesen electos libremente por los fieles? ¿Que los temas morales o de fe fueran debatidos y decididos por la feligresía? Las preguntas son actuales. No solo las hacen algunos políticos sino también algunos teólogos y católicos progres. Es un tema omnipresente en el actual sínodo. Es, por tanto, algo que amerita análisis.
Empecemos repasando lo que es democracia. Como su mismo nombre lo indica (demos de pueblo y kratos de poder), es un sistema de gobierno en el cual es el pueblo, y no rey o soberano alguno, quien manda. Lincoln lo definió cabalmente como el poder del pueblo, por el pueblo, y para el pueblo. En ella este es quien escoge a sus autoridades y quien, en forma directa o a través de representantes, decide qué leyes debe regirlo. En ella el gobierno es un mero servidor de las cambiantes preferencias populares.
Una iglesia democrática sería una en que la feligresía se convertiría en la principal fuente de poder. Ella elegiría a sus autoridades —papas y obispos— buscando las que mejor representaran sus intereses e ideas. Seguramente no los querrían vitalicios, sino sujetos a votaciones periódicas. El papa sólo tendría el poder que le confiriera el electorado. Sus decisiones estarían sometidas al voto de asambleas, sínodos laicales u otros conglomerados, quienes tendrían, además, voz y voto en materias de moral, ritos y fe.
Las consecuencias de esta opción son previsibles: surgirían diversos grupos de católicos: unos, partidarios de un papa más liberal, laxo en temas morales, otros de uno más conservador. Los candidatos al papado tratarían obviamente ser electos y competirían entre sí. A nivel local pasaría lo mismo: unos preferirían a ciertos obispos por ser críticos del gobierno, otros por no serlo, unos por ser progres, otros por ser conservadores. En el clima moral prevalente, sobre todo en los países ricos, un gran sector del pueblo católico podría decidir que la Iglesia legitime el aborto, las relaciones sexuales prematrimoniales, y anule el precepto de la indisolubilidad matrimonial.
En una iglesia democrática las autoridades eclesiales tendrían que nadar con la corriente; ir por el camino que la mayoría prefiera, cualquiera que sea este, porque en una verdadera democracia quien decide es el pueblo. Entonces la Iglesia no podría pretender tener un magisterio superior y vinculante, ni uniformidad, ni estabilidad doctrinal. Tendríamos, en suma, una Iglesia acomodada a los deseos del mundo y dividida en multitud de tendencias; una Iglesia eco, cambiante, impredecible.
En parte para evitar este desenlace, y fundamentalmente por designio de su sabio fundador, la Iglesia no es democrática sino vertical, jerárquica y autoritaria. Su jefe supremo y demás cabezas ni son escogidas por el pueblo creyente, ni buscan representarlo o, mucho menos, satisfacer sus demandas. Al contrario, buscan llevar al pueblo, creyentes o no, a que acepten y vivan el mensaje de su fundador, mensaje que han de proclamar con autoridad y sin cambios o adiciones que lo contradigan, hasta el final de los tiempos. Mensaje que más bien suele contradecir las inclinaciones o preferencias del mundo, pues llama a renuncias y normas de conducta exigentes.
San Pablo, previéndolo, lanzó el siguiente exhorto: “Y no os acomodéis al mundo presente, antes bien transformaos mediante la renovación de vuestra mente, de forma que podáis distinguir cuál es la voluntad de Dios” (Rom. 12:2). La Iglesia está pues llamada a nadar contra corriente y a ser, muchas veces, signo de contradicción. Serlo, dijo S. Juan Pablo II, “es una definición distintiva de Cristo y su Iglesia”.
Cierto es que la Iglesia debe dialogar y escuchar a sus adeptos, pero no para adulterar sus preceptos, sino para llevarlos a la práctica con mayor eficacia. Definitivamente la Iglesia no es ni puede ser democrática. Porque no sigue la voluntad popular, ni de poder humano alguno, sino la voluntad de Dios. Razón, precisamente por la que ha sufrido, y seguirá sufriendo, incontables persecuciones.
El autor es sociólogo e historiador. Autor del libro En busca de la tierra prometida. Historia de Nicaragua 1492-2019.