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Lecciones de la Revolución Sandinista

Los nicaragüenses no hemos sabido aprovechar las lecciones de la Revolución Sandinista porque nos ha sido más fácil caracterizar ese dramático experimento político-social como un capítulo histórico preñado de heroísmo y abnegación; o, por el contrario, como la mayor degradación política y moral que ha sufrido Nicaragua. Entre estos dos polos —igualmente falsos—, los claroscuros de la Revolución Sandinista ofrecen un sinnúmero de lecciones que un país hiperpolitizado como el nuestro tendría que aprovechar. En este artículo quiero identificar y discutir cinco de ellas.

El cambio político-social empieza con una visión y se encauza con un discurso. Cualquier explicación de las causas del triunfo del FSLN el 19 de julio de 1979 debe incluir la visión y el discurso de esa organización guerrillera antes de 1979 y durante la década de los 1980. El FSLN fue capaz de cambiar momentáneamente el rumbo de nuestra historia porque frente a la dependencia externa de un país marcado por el fenómeno de la intervención extranjera, ofreció construir una patria soberana; frente a la realidad de la pobreza y la desigualdad social, propuso edificar una sociedad organizada de acuerdo a la “lógica de las grandes mayorías”; y, frente al fenómeno de la exclusión política y la dictadura, los sandinistas propusieron transformar a los nicaragüenses en “arquitectos de su propio destino”. Esta visión de país fue difundida a través de un discurso político que encauzó las energías de los nicaragüenses y que se expresó en las proclamas del FSLN, la poesía de Ernesto Cardenal, y la música de Carlos Mejía Godoy, que hasta los somocistas tarareaban.

La política es un ejercicio emocional

Las ciencias cognitivas han confirmado el papel central que juegan las emociones en nuestras evaluaciones de la realidad. En este sentido, no es una exageración decir, como lo hacen muchos expertos, que la política es un ejercicio fundamentalmente emocional. El FSLN entendió esta verdad y supo activar los sentimientos y las emociones de nuestro pueblo, incluyendo el sufrimiento de los débiles y excluidos de nuestro país, y los mejores ángeles de muchos/as jóvenes de las clases media y alta que deseaban construir una Nicaragua verdaderamente justa, verdaderamente libre y, para muchos, verdaderamente cristiana. Así pues, la lucha contra el somocismo se alimentó de un discurso emocional que nos hablaba de los “ríos de leche y miel” que calmarían el hambre de los pobres; del llanto y el dolor de las Mujeres del Cuá; y de un Dios liberador que no estaba “en sociedad con el gánster”.

Para alcanzar el futuro hay que teorizarlo primero

Un proyecto político transformativo no solo debe ser capaz de ofrecer una visión de futuro, sino también, de explicar el país en el que esa visión se va a implementar. En este sentido, se puede afirmar que la inautenticidad de la teoría marxista que sustentaba la visión de los/las líderes de la revolución fue una de las razones de su fracaso. Esa teoría, aprendida por muchos de los/las comandantes en manuales impresos en Moscú o en libros de sociología “light”, como los de Marta Harnecker, era incapaz de explicar la naturaleza de los actores y las estructuras que constituían la realidad que la revolución quería cambiar.

Con mucha ligereza, los ¿cuadros? del FSLN hablaban de ¿burguesía? y ¿proletariado? sin entender la historicidad de esos conceptos y la imposibilidad de trasladarlos mecánicamente a Nicaragua. Al final, el divorcio entre la teoría y la realidad de la revolución terminó convirtiendo el experimento sandinista en una revolución “enredada”, como la caracterizara el mismo Tomás Borge.

La crítica política no se pospone

Como todos conocemos, los ríos de leche y miel que ofreció la Revolución Sandinista se tradujeron en corrientes de sangre y dolor cuando el sueño colectivo que por un breve momento logramos soñar millones de nicaragüenses, sucumbió al peso de nuestra cultura política, convirtiendo a los comandantes de la Revolución en reencarnaciones del tirano que habían derrotado.

En los 1980, los vicios y errores de estos dirigentes no se podían criticar. Más bien, se justificaban con metáforas que aseguraban que los errores y horrores de la revolución eran “las inevitables manchas que produce la sangre de un parto, el parto de la Nueva Nicaragua”; o bien, que, “para hacer un omelette”, era inevitable cargar con la mugre que resulta de “quebrar los huevos”. Pero la principal excusa para no señalar las fallas de la revolución era que hacerlo significaba “hacerle el juego a la derecha”. Había, pues, que callar hasta que la revolución se hubiese consolidado. Lo que resultó de todas estas “genialidades” lo conocemos todos.

No todo tiempo futuro es mejor

En los últimos momentos de la dictadura somocista y durante los primeros tiempos de la Revolución, muchos decían, con mucha seguridad: “Mejor que Somoza, cualquier cosa”, algo que es hoy, a todas luces, debatible, si tomamos en cuenta la mortandad que dejó la guerra de los 1980, la desarticulación de la economía durante esa década, la Piñata, y finalmente, la dictadura Ortega-Murillo que es un apéndice infestado de la revolución. Lección: con Somoza no habíamos tocado fondo porque la historia es un pozo sin fin.

Lecciones para la oposición nicaragüense

La Revolución Sandinista nos enseña que sin una visión y un discurso que toquen el alma del pueblo, la oposición jamás podrá lograr el cambio de estructuras que dice querer, pero que ni siquiera ha sido capaz de explicar. Nos enseña, también, que no debemos repetir la tontería que significa decir que criticar a la oposición y sus líderes es hacerle el juego a los Ortega-Murillo. Finalmente, nos enseña que no debemos pensar que sacar a Ortega es lo único que importa hoy y que mañana, “en el camino, se manejarán las cargas”. En el camino las cargas nos pueden aplastar, como aplastaron a la Revolución Sandinista.

El autor es profesor retirado de la Escuela de Ciencias Políticas de la Universidad Western Canadá.

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