14
días
han pasado desde el robo de nuestras instalaciones. No nos rendimos, seguimos comprometidos con informarte.
SUSCRIBITE PARA QUE PODAMOS SEGUIR INFORMANDO.

Brisas de Monteverde

Desde hace muchos años la palabra Monteverde ha sido para mí sinónimo de descanso, brumas y clima fresco. Mi Monteverde geográfico y sentimental es un agradable paraje de montaña situado en la provincia costarricense de Puntarenas, fundado por los cuáqueros a mitad del siglo XX, que acoge importantes reservas boscosas y es a la vez un paraíso para los amantes del canopy, ese curioso pasatiempo que consiste en deslizarse colgado de árbol en árbol a través de cables de acero y que causa furor entre los turistas.

Pero hay otro Monteverde que ha surgido en tiempos recientes y que casi ha opacado al primero, al menos en la jerga nica. Con este apelativo se conoce ahora a un grupo de opositores nicaragüenses que se reunió en un hotel del mismo nombre y que ha conformado un espacio más o menos regular de negociación política con vistas a preparar la transición entre dictadura y democracia. Nada que objetar, en principio, a todo intento de buscar vías pacíficas para estimular acuerdos entre partes ideológicamente dispares, pero con un objetivo común: unir fuerzas que faciliten una plataforma alternativa al actual régimen y que planteen una estrategia que converja hacia unas elecciones libres y plurales.

Han pasado más de cinco años desde abril de 2018. Tiempo más que suficiente para que la oposición hubiera desarrollado una propuesta unitaria con los elementos necesarios para llegar a ser esa alternativa: un programa político, cabezas visibles y una hoja de ruta hacia la democracia. A día de hoy seguimos casi como al principio: solo liderazgos dispersos, partidos descompuestos, demasiado resquemor mutuo y mucho ruido en las redes. Entre medio, ciertamente, ha habido una pandemia y una desquiciada persecución y encarcelamiento por año y medio de los candidatos más visibles de la oposición: un contexto ciertamente terrorífico.

Pero para abonar este páramo conviene al menos reflexionar sobre algunos conceptos, lejos de los vociferantes tuiteros y con ánimo de aportar algo al debate. La primera idea clave es el concepto de diversidad, entendida en este caso no como identidad (más allá de clases sociales no veo mucha diferencia entre líderes opositores con distintos apellidos) sino como término político.

Hay una vieja rencilla entre derecha e izquierda, que en Nicaragua se plasma en décadas recientes con los conceptos de liberalismo y sandinismo, y que llega al paroxismo cuando se estira el adjetivo hacia los extremos y aparecen los apelativos de somocista y orteguista. Al no haber habido casi nunca una verdadera cultura democrática en el país, no se acepta la diversidad de pensamiento ideológico, y se acaba usando la diferencia como arma arrojadiza contra el adversario. Es imposible construir un Estado nuevo si no se asume la convivencia con aquel que piensa distinto.

Esto nada tiene que ver con la necesidad de apartar y someter a la justicia a los que son cómplices directos y protagonistas del actual régimen dictatorial, que no defienden un nuevo marco de separación de poderes, elecciones libres y libertades públicas. Esta defensa sí la hacen, tanto desde la izquierda como desde la derecha, la mayoría de los que se identifican como opositores, ya casi todos en el exilio. Y cualquier democracia acoge en su seno opiniones distintas, incluso radicalmente contrarias, que se dirimen en el terreno de las ideas y de los votos.

¿Quién puede dudar seriamente de la actitud antidictatorial de cualquier ex preso político, divulgada hasta la saciedad y pagando un altísimo precio por mantener su altura moral hasta las últimas consecuencias? ¿Acaso la muerte de Hugo Torres, por ejemplo, no es una demostración extrema del compromiso firme por un ideal de nación?

Esto liga con otro concepto clave, como es el del pasado. No hay duda de que el siglo XX fue para Nicaragua un tiempo convulso, de conflictos internos en los que participaron también países extranjeros al calor de las luchas ideológicas de antaño. Difícil creer que hubiera habido somocismo y sandinismo sin Estados Unidos y Rusia: Nicaragua también fue víctima del tablero de ajedrez de la política de bloques y de la guerra fría. Décadas después, muchos se empeñan en traer el pasado al presente, como si el mundo fuera el mismo y los actores no hubieran cambiado. Y el pasado también aparece como un arma arrojadiza para tildar de enemigos a los que protagonizaron las luchas de entonces. El principal problema es que usan los ojos de hoy para juzgar los hechos del ayer: así continúan pidiendo cuentas sobre actos no solo jurídicamente prescritos, sino también culturalmente anacrónicos porque pertenecen a un tiempo que ya no es.

Derribar hoy una estatua de Sandino puede que ayudara a algunos a quemar tanta adrenalina como hacerlo con una de Cristóbal Colón (aunque les separen a ambos más de cuatro siglos), pero sus figuras pertenecen a un tiempo distinto a este, que afortunadamente incorpora nuevos valores y perspectivas que no existían en el viejo mundo. Las revoluciones conllevan cambios sociales dispares, con sus excesos y sus aciertos, y nuestro presente debe juzgar el pasado no para quemar en la hoguera a sus protagonistas, sino para no reiterar los mismos errores que mantienen al país en un bucle de subdesarrollo inacabable.

Tampoco es cierto que las ideologías hayan muerto. Baste escuchar los pomposos discursos de AMLO o las diatribas enfurecidas de Donald Trump para saber que en este tiempo todavía hay disputas por el espacio de la razón política. La única condición debería ser que estos debates tengan lugar en un Estado democrático, que permita el intercambio de opiniones y la libertad de poder elegir en cada momento histórico quién debe gobernar el ámbito público. La negación del adversario por motivos ideológicos implica ponerse a la altura de lo que hoy corrompe a Nicaragua: un poder omnímodo que impide cualquier discrepancia y que rehúye el control y la alternancia de poder. Es lo que Octavio Paz llamó “un absolutismo sin monarca pero con reyezuelos: los señores presidentes”.

Si un día acaba siendo posible construir una democracia verdadera en Nicaragua, los actuales debates de Monteverde se van a trasladar a las campañas políticas y a la Asamblea Nacional. Y allí estarán todos los hijos y nietos de los procesos históricos previos de la nación, pues espero que a ningún futuro gobierno se le ocurra hacer tabla rasa y despojar de derechos a nadie por lo que uno piense, como hizo recientemente Ortega quitando nacionalidades por decreto. Y por eso también es esencial deslindar Monteverde de confrontaciones ideológicas y asumirlo como lo que debe ser: un lugar para reconstruir la Nicaragua de todos y todas desde la diversidad, superando el pasado y enfocándose en lo esencial, que es definir los principios democráticos que la van a caracterizar y delimitar el camino para salir del actual régimen autoritario.

Todo lo demás sería repetir una y otra vez la historia de Nicaragua desde la independencia: dominio de las oligarquías y el militarismo sin tener en cuenta el poder del pueblo. Triste viaje este si regresamos al punto de partida: entonces mejor sería olvidarnos de pláticas estériles y quedarnos en el Monteverde real, el de los bosques frondosos, que al menos nos ofrece la divertida imagen de los monos saltando de rama en rama y de los pizotes hurgando entre la hierba.

El autor es analista político español.

×

El contenido de LA PRENSA es el resultado de mucho esfuerzo. Te invitamos a compartirlo y así contribuís a mantener vivo el periodismo independiente en Nicaragua.

Comparte nuestro enlace:

Si aún no sos suscriptor, te invitamos a suscribirte aquí