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¡Rubén Darío ha muerto!

Era un día domingo triste y ábrego entre las horas apacibles de la noche del seis febrero de 1916. A las diez y quince se rompieron las cuerdas del reloj Ingersol al pie del lecho del moribundo. Minutos más tarde, las campanas de la Catedral comenzaron a repicar sus notas de duelo, acompañado de los 21 cañonazos del Fortín de Acosasco.

El pueblo presintiéndolo, oraba por el poeta desde su arribo a la ciudad, aquel 25 de noviembre de 1915. La gente se conglomeró en la estación del ferrocarril, mientras le daban vivas al ¡Príncipe de las Letras Castellanas!

Rubén entonces les diría: “Queridos leoneses: si la vez pasada os dije hasta luego, ahora os digo para siempre… Siempre viviréis en mi corazón, si vivo aquí en la vida, y si no, en la inmortalidad”. (Edelberto Torres).

A Santiago Argüello Barreto, Rubén también le había expresado su voluntad: “La república Argentina fue una tierra de gloria para mí. Hablábase de conservar mi cadáver. Lo agradezco. Pero quiero otra cosa: que mis despojos sean para Nicaragua. Ya que mi patria no me guardó vivo que me conserve muerto. (Elegía de Santiago Argüello para las honras fúnebres de Darío. Edelberto Torres, cap. XXX).

La intrusa, como él a veces solía llamarle, había llegado a buscarle. Temor que le acompañó y quedó inmortalizado en su poema: Lo Fatal: […] y el espanto seguro de estar mañana muerto,/ […] ¡ y no saber adónde vamos ni de dónde venimos!…

Como una premonición, el volcán Momotombo, al que le cantaran Víctor Hugo y Rubén, dio un rugido estremecedor. Tres días antes su muerte, el cosmos en solidaridad se desplegó con un eclipse solar oscureciendo León por tres días, haciéndole honor al que con su armonía musical proveniente de su lira, había traspasado la atmósfera y trascendido a la eternidad.

¡Rubén Darío ha muerto! se anunciaba. El pueblo vestido de luto se conglomeró frente la casa mortuoria. La noticia se esparció como cenizas dentro y fuera del país. En España, Francisca Sánchez su compañera y musa (Francisca Sánchez acompáñame) escucha que ha muerto un príncipe. ¡Su Tatay ha muerto! ella inmediatamente recordó la visita que Rubén en sueños le hizo a su Rubencito (Güicho).

Darío también moribundo había manifestado la presencia de su mamá Bernarda.

“Acabo de ver una hermosa persona ¡Qué semblante! ¡Qué dulzura del alma! Vino a visitarme”. (…). “Es tía Bernarda, la que he reconocido, por madre, gentil y buena. ¡Que suavidad inefable viene de ella! Bien, tres bien ma cherie”. (Edelberto Torres).

Se decretó duelo nacional. Adolfo Díaz, el presidente, dispone hacerle honores de ministro de Guerra y Marina. El obispo Pereira y Castellón decidió honrarle como príncipe. La nación entera se vuelca a la ciudad metropolitana. De las casas privadas caen pendones blancos y negros. Las mujeres visten de luto y de las mangas de los caballeros caen lazos oscuros. La ciudad cancela el comercio, los centros de enseñanza, los teatros, y se paraliza en duelo permanente desde el 6 al 13 de febrero de 1916, día del sepelio.

Debayle, Lara y sus ayudantes remueven las vísceras para ser inhumadas en el Cementerio de Guadalupe, al lado de los restos de su tía abuela. Fosa localizada en el segundo patio del mismo cementerio. (Eduardo de Ory).

Mientras realiza el proceso, Debayle entrega a Andrés Murillo el cerebro. Al terminar, el doctor los toma. En la calle, es interrumpido por Murillo, surgiendo el conflicto, (“he visto (…) que se disputaban mis vísceras”) que termina en la estación de policía, lugar donde el Ejecutivo ordena que el órgano sea entregado a la viuda.

Visten el cadáver de traje negro. Lo trasladan al ayuntamiento donde pasa una noche. El alcalde, David Argüello y regidores llevan las cintas del féretro. La banda musical ejecuta marchas fúnebres, la multitud porta banderas nacionales y extranjeras, la soldadesca de El Fortín marcha a paso lento, desde la casa mortuoria (casa de los señores Castro, según Edelberto Torres) hasta el edificio municipal.

Luego, lo conducen a la Universidad. El catafalco era todo blanco con relieves bordados. El traje negro fue sustituido por un sudario griego de seda y fue coronado con hojas de laurel. El ataúd fue obra barroca del ebanista José Félix Cuevas, donde sobresalían dos águilas de alas extendidas en cada extremo del ataúd.

Allí permanece el cadáver en capilla ardiente por cuatro noches.

El día doce de febrero, es trasladado a Catedral por el alto clero bajo un palio azul y blanco para recibir los más altos honores. Fue exhibido frente al altar mayor. En sus cuatro ángulos fueron colocadas las banderas centroamericanas. Las campanas de las diecisiete iglesias propiciaron sus correspondientes dobles para las exequias de príncipes. La parte musical estuvo a cargo de la Gran Orquesta Filarmónica, figurando 60 músicos dirigidos por los maestros Ulloa, Sarria y Quinteros. (Eduardo de Ory). Se entonaron responsos de José de la Cruz Mena.

Regresa por la tarde a la Universidad, seguido de tres carrozas que llevaban ornamentos de Nicaragua, del Seminario conciliar y de la colonia española. Cuatro niñas impúberes van de vestimenta blancas y velo negro seguidas de las doce bellas canéforas leonesas. En el recinto universitario el padre Azarías Pallais, pronunciaría el primer discurso de la jornada, bellísima prosa inolvidable que guardará la historia.

A las 14 horas del día domingo 13 de febrero, sale para Catedral en procesión seguido del pueblo y de las más altas autoridades de la nación, entre medio de las campanas y cañonazos. En el atrio le esperaba Santiago Argüello Barreto quien culminaría el acto con una magnífica elegía. Luego dieron finalidad al entierro sepultándolo en un mausoleo al lado derecho del altar mayor de Catedral, al pie de la estatua del apóstol San Pablo donde también le guardaría un león doliente, creación del escultor Jorge Navas Cordero, en cuya base se leerá el epitafio final del poema que dedicó póstumamente Antonio Machado a Rubén Darío.

“Nadie esta lira pulse (tañe) sino es el mismo Apolo, / nadie esta flauta suene, sino es el mismo Pan”.

Darío se despidió para siempre de su país natal entre el rugido del Momotombo y un eclipse solar, similarmente a lo que acaeció en su país cuando se embarcó rumbo a Valparaíso, Chile, yéndose a lejanas tierras desconocidas por recomendación de su amigo salvadoreño, Juan Cañas, aquel año de 1886.

¡Viaje que lo inmortalizaría para siempre en la eternidad!

La autora es máster en Literatura Española

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