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Mentir para vivir

Todo es mentira, eso es verdad. Todo lo que creemos, sentimos y vemos es falso. Una falacia ilustrada por una vida ficticia. Eso es todo, mentiras, mentiras, mentiras.

Un engaño que sobrevuela el peligro de la realidad, escapando de sus perseguidores como una gacela en la sabana de África. La vida es una falacia, un embuste, una farsa. Pero nos la creemos y eso la convierte en una certeza. Una complicada exactitud, en una difícil realidad.

La vida es irreverente e irrelevante dependiendo de las creencias que se tengan, es el telón tras el que se escurren los sueños y las pesadillas. La vida tiene peso y ese peso son nuestras creencias.

Porque creemos en lo que nos llama y son esas mismas ideas las que, de manera casi inmediata, nos colorean los lentes con los que vemos el mundo, alterando nuestra manera de vivir. Ese mágico destello que ilumina la incertidumbre para descubrir la certeza de saber que se está viviendo. Creemos en lo que sentimos, sentimos lo que soñamos y nos regocijamos en nuestros sueños. Creer es querer y querer es cambiar la ignorancia por sabiduría. La creencia es una adicción, porque se convierte en el motor que nos mueve hacia el mundo, nos hace salir allá afuera para buscar más cosas por las cuales creer. La creencia es la vida en constante movimiento.

Creemos porque nos mantiene vivos. Nos calienta el corazón saber que tenemos marcados los límites por donde nos movemos. Esa seguridad nos convierte en heraldos de nuestras creencias. Tenemos que llevar las buenas nuevas más lejos de lo que nuestro espíritu aclama. Nos volvemos los mensajeros de esas convicciones que nos han mantenido de pie frente a un maremoto de inquietudes.

Una vida sin creencias es como un nido sin huevos, es una réplica de una mentira, es la muerte cerniéndose en un horizonte rojo. Porque una vida alejada de las creencias se siente distante, alejada, apartada de la fogata de la certidumbre. Una vida aislada de las creencias es una prisión de hielo que congela el ímpetu de seguir adelante, porque el seno negligente que alimenta al afán se olvida de su deber.

Sin creencias una vida se transforma en un cuento, aburrido y soso; sin un algo en que creer la vida no es vida. Y no solo estoy hablando de

creencias religiosas, esas son solo una minúscula porción de todas las creencias con las que se trabaja en el día a día; porque las creencias con las que nos obligamos a caminar los segundos del día son, para algunos, más fuertes que la religión, aunque esas creencias vengan de la religión misma.

Por ello debemos resguardar nuestras creencias, esconderlas en la fortaleza de nuestra cabeza, en el bastión de nuestro corazón. Porque vivimos en una realidad de mentira, un engaño virtual manufacturado para derribar nuestras ideas. Y hemos dejado ganar al gigante que se alimenta de sueños frustrados, nos hemos dejado ganar porque no defendimos lo que

creíamos, no luchamos por lo que nos hacía vivir. Saltamos al pozo de los deseos fallidos y nos bañamos con las aguas de la perdición de la fantasía.

Se necesita volver a creer en lo que creíamos. Se debe volver a la entelequia. Defender aquello en lo que creemos es legítimo, y eso es ley. Mantener la línea de frente en la lucha contra la abnegación generada por la máquina de los problemas invisibles es esencial para la propia existencia humana. No debemos olvidar eso. Somos lo que creemos y creemos en lo que nos complementa. Renunciar a aquello que nos crea, a lo que nos vuelve humanos, es dejar de lado la vida misma. [FIRMAS PRESS].

El autor es escritor panameño.

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