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La partida de Darío de la isla dorada por el sol

El misticismo religioso inculcado en Darío desde temprana edad por su tía abuela y madre putativa doña Bernarda Sarmiento y por los jesuitas de León siempre estuvo presente a lo largo de su vida y obra.

Cantos de Vida y Esperanza está impregnada de poemas musicales llenos de fe y esperanza. En Canto de Esperanza, vuelve sus ojos a Cristo clamando por su retorno: “La tierra está preñada de dolor tan profundo / que el soñador, imperial meditabundo, / sufre con las angustias del corazón del mundo. […] Ven,  Señor, para hacer gloria de Ti mismo; / ven con temblor de estrellas y horror de cataclismo / ven a traer amor y paz sobre el abismo”. En el poema: Yo soy aquel que ayer no más decía, clamaría por sus dudas, refiriéndose a él mismo, diría: “Si no cayó, fue porque Dios es bueno.   […] Mas, por gracia de Dios, en mi conciencia, / el Bien supo elegir la mejor parte; / y si hubo áspera hiel en mi existencia, / melificó toda acritud el Arte”.

Rubén siempre se debatió entre sus luchas internas de contrastes y dualidades. Cuando existió duda y desolación, como lo confirmaría con su poema Lo Fatal, él siempre supo refugiarse en Dios con la oración. 

En 1913 Rubén Darío está ya listo para partir de Mallorca por segunda vez. Va derrotado por su terrible enfermedad. Su dipsomanía no le deja en paz. Va viajando de Valdemossa hacia Palma. Al alcanzar las cimas de la sierra Tramontana, divisa desde lejos las torres y campanarios de la catedral de Palma. Ordena al conductor, a hacer una parada. Pide a su amigo Juan Sureda junto al mismo cochero que los guía a que le acompañen en su oración.

Elevando sus ojos al cielo, luego bajándolos y cabizbajo, en señal de humildad, y en voz alta eleva un Padre Nuestro con mucho fervor. Luego, señalando al infinito, dice: Ese que está allí, en lo alto, no me desampara, el ha estado y estará siempre conmigo.

Impresionante pasaje recogido del libro Rubén Darío en Mallorca: Cara a Cara con Dios de José Argüello Lacayo que sirve para señalarnos la religiosidad de Darío.

Juan Sureda le dice que no se deje vencer, que luche, que no se desanime, pero él no puede ya por sí solo y con lágrimas ambos en los ojos se están despidiendo para nunca más volverse a ver.

Las palabras dadas en esas oraciones son testigos de su fe. ¡Tremenda fe! la misma que le salvó. Él murió con su Cristo, regalo de Amado Nervo, entre sus manos.

Santiago Argüello Barreto en El Rubén de mis recuerdos, dijo: “Rubén fue candoroso. ¡Niño! ¡Niño en su niñez, niño en la virilidad y niño hasta la muerte!” José María Vargas Vila, dijo: “La vida lo hirió y no lo manchó; se durmió en el fango, y permaneció impoluto, blanco, como un ánade salvaje; nunca una alma más pura se albergó en un cuerpo más pecador, sin mancillarse; era como un rayo de estrella reflejado en el fondo de un pantano”. Agregando: “Defendía a sus amigos y no hablaba mal de nadie, ni aún de aquellos que le habían hecho mayor mal”. Miguel de Unamuno retractándose de su crítica lo confirmó muy humildemente en su artículo necrológico titulado: ¡Hay que ser justo y bueno, Rubén! cuando humildemente al arrepentirse dice: “Aquel hombre, de cuyos vicios tanto se habló y tanto más se fantaseó, era bueno, fundamentalmente bueno, entrañablemente bueno. Y era humilde, cordialmente humilde”.  

Rubén sin una pizca de egoísmo ni de envidia, dio ejemplo cristiano. Perdonaba al que lo hería. Amaba a su prójimo. Ignoraba a sus críticos y luego les daba palabras de admiración. Sin ser apegado al dinero dio y compartió lo poco que tenía entre sus compañeros. A nosotros nos dio lo más grandioso: su prosa y su poesía. Desde niño tiraba sus versos al aire que se perdían entre la multitud leonesa en las procesiones y entierros, luego, ya de joven y adulto sus escritos quedarían regados por el mundo, en las cartas que quedaron en el baúl de Francisca Sánchez, en sus innumerables recorridos periodísticos y en los que están perdidos o inéditos.  También permanecen muchos testimonios dados sobre él, como fue la extensa carta dirigida por Juan Sureda a su amigo Jorge Guillén, el 10 de diciembre de 1922, que sirviera para testificar la segunda estadía de Darío en Mallorca en 1913.

Rubén llegó a Mallorca en busca de regeneración espiritual y física, llevando durante su permanencia, vida de monje asceta, de oración y arrepentimiento. Usaba en ocasiones, el hábito que Osvaldo Bazil lo hizo investir como igualmente lo hiciera posar Pilar Montaner (esposa de Juan Sureda). Hábito con el cual pasó muchos días sin quitárselo dentro de su celda en el primitivo convento de La Cartuja de Valdemossa. Lugar donde aún guardan una réplica con su imagen en cera.

El calvario de Darío, su alcoholismo, no fue detrimento para que quedaran sus obras de enseñanzas y sabiduría.

El bardo como viajero incansable estuvo en Mallorca en dos ocasiones, entre 1906-07 y en 1913. Su vida fue muy productiva, sin embargo, fue efímera, pasó fugazmente como una constelación, alumbrándonos el firmamento, dejándonos su brillo imperecedero, a cual brisa sobre la tierra aún la alimenta. Su legado es infinito e inacabable.

Sentir la unción de la divina mano/ ver florecer de eterna luz mi anhelo,/ y oír como un Pitágoras cristiano/ la música teológica del cielo. […] ¡Y quedar libre de maldad y engaño,/ y sentir una mano que me empuja/ a la cueva que acoge al ermitaño, o al silencio y la paz de la Cartuja.

(Estrofas del poema La Cartuja, de Rubén Darío).

La autora es máster en Literatura Española.

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