Los seres humanos, los simios lampiños y débiles que han conquistado el mundo, nos hemos colocado en la cima de la naturaleza porque, ¿por qué? Esa es la razón, la cuestión que nos diferencia de todas las máquinas creadoras de dióxido de carbono, es la pura esencia de la filosofía, la pregunta. El conjeturar acerca de todo lo que nos rodea, lo que nos compone y lo que compone lo que nos compone. Esta sedienta necesidad de conocimiento nos hizo crear imperios, formar masas y levantar montañas para satisfacer al súcubo de la información. Pasamos de lanzar ramas y afilar piedras a exterminar razas y dividir átomos para imponer el régimen del “poder del pueblo” en cada rincón del planeta.
Hemos, en esta corta línea existencial en la que navegamos, construido catedrales y puentes, barcos y carreteras; nos hemos peleado con los elementos más indomables y con los animales más peligrosos y cuando vencimos al enemigo llamado mundo, cuando fijamos nuestra bandera en la cúspide de la montaña de la vida, nos miramos y nos dimos cuenta de que no cabíamos todos. Ahí, nuestro instinto más animal prevaleció, y desde ese momento, los que se asentaron gracias a la suerte y la maldad, llevan queriendo arrasar con todo que pueda amenazar la posición de los que siguen en la cima. Manteniendo los hilos del control de los alimentos, el agua y la información para que nada ni nadie pueda subir más allá de los límites que ellos mismos establecieron.
Entonces empezamos a pelearnos por la relevancia y el dinero, ese único ascensor que hay, para colarnos en las proximidades de este pico. Haciendo comparaciones estúpidas, peleándonos por idioteces y marcando diferencias entre nosotros que no sirven para más nada que para separarnos. Clasificamos, catalogamos y decidimos qué, quién, cómo y cuál es la única actividad que le da valor a nuestra existencia. Nos enzarzamos en reyertas para descubrir quién vive mejor en el estercolero del día a día. Vemos llover tristeza y, en el más insensato movimiento, nos bañamos en las gordas gotas del aguacero. Y nos entristecemos cuando nuestra capacidad no alcanza para llenar esa imperiosa necesidad de atención y nos afligimos de la felicidad plena de realizar aquello en lo que somos buenos. Sintiéndonos abatidos por quedarnos fuera de la lotería de las modas. Pero ¿es que acaso los albañiles no son artesanos del hormigón y el acero o los médicos artistas del cuerpo y de las enfermedades o los ladrones economistas del dinero ajeno?, ¿o esos eran los políticos?
El daño ya está hecho, ya estamos dentro del juego en el que nos querían, ya nos han hecho engranajes de la maquinaria que nos mantiene reprimidos, estos parásitos se han enraizado en nuestra idiosincrasia para mantenernos dentro de la sociedad moderna, nos educamos en mantenernos dentro del grupo, excluyendo a todo lo que saque un pelo fuera de la flaca circunferencia de la comunidad. En el control está el peligro y en el fanatismo está el germen. De ahí nace el amor por las ideologías autocráticas. De ahí sale la inyección de las doctrinas que oprimen la libertad. De ahí aparece el estrangulamiento de las vías de la plenitud. Porque ya nos conformamos con esto, ya nos parece bueno que no nos escupan en la cara, ya hemos renunciado a la privacidad, a la voluntad, al libre albedrío y a la felicidad para vendernos “seguridad” y “confort”. Hemos regalado todo lo que nos había hecho primates más allá de los primates, todo lo que habíamos conseguido para superar la barrera de la naturaleza y sentarnos en lo más alto del cielo se quemó con el incendio del control de las masas. [FIRMAS PRESS]
El autor es escritor panameño.