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La Sagrada Familia y El árbol del Rey David

En el Salón Ateneo del Palacio Episcopal de Matagalpa se encuentra un lienzo al óleo de La Sagrada Familia atribuido al pintor español Bartolomé Murillo (1617).

La pintura fue llevada a dicho lugar por el sacerdote italiano franciscano Julián Barni (1975) después de haber permanecido en la Catedral San Pedro (elevada a Catedral, 1924, y antes antigua iglesia parroquial, construida por los padres de la Compañía de Jesús en 1874) por muchas décadas, bajo la custodia de los descendientes del entonces gobernador Matías Baldizón y de su esposa Demetria Molina.

Según Eddy Kühl, en 1880, el jesuita, Alejandro Cáceres apadrinó a la tierna hija de la familia del gobernador y como regalo bautismal y agradecimiento por sus contribuciones les obsequió dos valiosas pinturas de las cuales una se cree es obra del pintor Bartolomé Murillo. La señora del gobernador colgó los lienzos en su casa de habitación (propiedad que más tarde pasaría a ser el famoso Hotel Bermúdez) donde permanecieron por algún tiempo.

En 1881, los indígenas se sublevaron. Con sus flechas segaron vidas, destruyeron casas y saquearon Matagalpa. Entre los objetos valiosos perdidos estaba uno de los óleos. Entonces, la esposa del gobernador para salvaguardar la pintura que le quedaba, la llevó a la iglesia de San Pedro, hasta que esta fue transferida a la Catedral y por último al Palacio Episcopal donde actualmente se encuentra.

La obra es un claroscuro sobre la Sagrada Familia. Los jesuitas San Ignacio de Loyola y San Francisco Javier están arrodillados con humildad, en señal de adoración. Uno con las manos juntas sosteniendo el Santo Rosario, el otro acariciando con ternura la mano del Niño Jesús.

Llama la atención observar a San José sosteniendo una rama de lirios florecidos, ofreciéndoselos a la Virgen María en señal de pureza.

La simbología de esta vara, de la cual afloran las azucenas, me recuerdan el cuento: El árbol del rey David, de Rubén Darío:

La bella sulamita Abisag, la que calentaba la cama del rey David, veía al anciano con ojos de misericordia, mientras él acariciaba sus hombros con ternura. Natán veía con complacencia al viejo rey y a la joven, dirigirse a un soto o jardín, donde se escuchaban los arrullos de las palomas. Era durante la primavera, donde el sol esplendoroso parecía juntarse con el cielo azul. Abisag y David se contemplaban sumidos en éxtasis de amor.

David fue al fondo del bosque donde cortó una rama ofrendándosela a la sulamita, para que juntos la plantaran, bajo la mirada y complacencia del eterno Dios.

Era un muguete cuya flor sería la rosa mística del amor. David el que triunfó de Goliat con su honda y de Saúl con su canto y de la muerte con la juventud de la sulamita, se unía a la bella Abisag con “el lirio de la fuerza vencedora y sublime”.

La rama llegaría a ser un árbol centenario.

Pasó el tiempo y un carpintero llamado “José hijo de Jacob, de Natán, de Eleager, de Eliud, de Atim” fue al campo y cortó del alerce que plantara un día el rey David una rama. La vara que floreció en el templo, cuando José se desposó con María “la estrella, la perla de Dios, la Madre de Jesús, el Cristo”, provenía de este bello árbol representando el linaje de los descendientes de la casa del rey David.

El cuento dariano y la posible pintura de Murillo, son dos obras valiosísimas de Nicaragua, que ensalzan el valor del arte y la pureza del amor.

La autora es máster en Literatura Española.

Opinión Sagrada Familia San Ignacio de Loyola archivo
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