En mi “Reflexión Semanal” de la semana pasada hablábamos sobre la finalidad más común de la oración: la de pedir por nuestras necesidades y por las de los demás, que en si manifiesta la aceptación de nuestra dependencia de Dios. Y esto es bueno, pero la oración es mucho más (como les dije a mis alumnos cuando me visitaron después de hablarles de la oración). La oración no es solo pedir, es también oír, es un diálogo y debe llevar a un cambio de vida, comenzando con un conocimiento progresivo de Dios y de nosotros mismos, y a su vez, a un reconocimiento de lo que Él es, y consecuentemente a una reacción de nuestra parte, sensible, amorosa, agradecida y reverente hacia Él, y en consecuencia, un compromiso de una mayor entrega a nuestros semejantes. De lo contrario, me atrevería a decir que, esa oración no sirvió de mucho.
Sobre esto último, nuestra reacción consecuente, reverente y progresiva ante el progresivo conocimiento de nuestra pequeñez ante la grandeza de Dios, es sobre lo que quiero hablarles hoy, y al comenzar a escribir recordé el caso de un cubano (total y absolutamente ateo) en Nicaragua en los años ochenta, amigo de una amiga de mi comunidad, quien después de múltiples peripecias ella logró llevarlo a uno de nuestros retiros de conversión con gran riesgo de parte del cubano, porque era parte directriz de una delegación de profesores universitarios llegada a Nicaragua de su país.
Durante el retiro recibió una gracia especial haciéndole comenzar a creer en la existencia de Dios y a desear hacerse católico (cosa que hizo después de recibir la catequesis necesaria de parte de un sacerdote conocido de mi amiga). Sin embargo, lo más extraordinario fue lo que le pasó en su primera misa. Al momento de la consagración vio visiblemente cómo la hostia se convertía en la imagen de un hombre que comprendió era Jesucristo. Pero lo curioso fue que en vez de salir lleno de gozo de la eucaristía, salió furioso contra todos los demás asistentes a la misa, porque sabiendo (como ahora él sabía) que en ese momento tan sublime Dios se había hecho presente, nadie manifestó ninguna emoción congruente, como llorar (como él lo hizo) o postrarse en el suelo.
(Me hubiera gustado terminar contándoles lo que le paso al cubano al llegar a Cuba, pero no tengo el espacio suficiente).
A mí en lo personal, me entristece también encontrarme con tan pocos cristianos apasionados por Cristo y lo que más me apena es oír un sermón aburrido. Y no por ser el predicador un mal orador, sino por no sentir (aparentemente) lo que dice. Yo no sé qué pasa, porque todos los sacerdotes que conozco están apasionados por Jesús (sino qué años ya hubieran colgado los hábitos por la clase de vida que conlleva su vocación) pero a algunos no se les siente cuando predican sus homilías. De tal manera que, como escribió a propósito el sacerdote M. Descalzo: “Si yo fuera profesor de un seminario me preocuparía menos de que los alumnos se convirtieran en buenos oradores, como de que hablaran con el corazón, de cómo están viviendo lo que están predicando, de sus experiencias con Dios y con el prójimo”.
Pero lo que algunas veces me encuentro es a eruditos bíblicos, teóricos de la fe, sabios en doctrina y moral. Muy ilustrados, muy interesantes y puede que uno salga sabiendo algo más pero nada más.
El autor es coordinador de la Ciudad de Dios.