JOAQUÍN ABSALÓN PASTORA
En estos tiempos es razonable para la diáfana espiritualidad, concentrarse en el temperamento concertado de la música religiosa, vivido en combinación con el arte sacro. No obstante las inclinaciones paganas —el rito sumergido en la “pachanga” de las aguas—, el género es frecuentado en la Cuaresma a través de lo que especialmente dejaron los maestros del barroco como Juan Sebastián Bach y Friedrich Haendel en El Mesías, patrimonio universal de la música, cuyo Aleluya ha puesto de pie a la humanidad viviente, un himno coral que retrata el proceso culminante de la redención.
Cabe señalar la diferencia entre la música de unción y la profana cundida de atavíos rítmicos —la tumba, el bongó, las maracas, la vibración apresurada del cuero— factores que invitan a la danza y no a la meditación. Desafortunadamente en la modernidad el ritmo en exceso ha venido a caer como un paracaídas intruso en el espacio que debería ser destinado al derecho por tradición antigua que le corresponde a las notas sagradas
Incluso en una misa puede darse la algazara de lo que es más instrumental que coral, más estridente que melódico, la guitarra sustituyendo a la majestad del órgano.
San Agustín señalaba desde el profundo ayer el uso de los instrumentos inapropiados. Tenía recelos respecto del uso de la música en las concentraciones cristianas. Subrayaba la lectura entre “el melos” y la prosodia en relación con la teoría armónica. No es que se niegue el carácter innovador. Es que hay un salto que traspasa, deja en segundo término a la pureza estilística, al mensaje original, distraído incluso en los salmos de David.
Es menester pues darle prioridad a la autenticidad, al maravilloso recurso de la capilla musical tan llena de las obras apropiadas para esta pausa sacra del año.
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