Vicente Maltez
MÉDICO INTERNISTA
Según la magnitud de los desastres, de un 33 a 50 por ciento de la población sufre manifestaciones de aflicción y miedo, que en su mayoría son reacciones normales y no hay que perder de vista que muchos casos van a requerir atención profesional prolongada.
El impacto psicosocial de estos eventos en el ámbito psicológico individual, familiar y social estará determinado por las condiciones de vida y el nivel de pérdidas experimentado: familiares, bienes, mascotas y otros.
La resiliencia es la capacidad de resurgir de la adversidad, adaptarse, recuperarse y volver acceder a una vida significativa y productiva. Esta es una característica de un pueblo como el nuestro “que está hecho de vigor y de gloria”.
Los eventos inesperados como terremotos no dan tiempo a la prevención y se asocian a sentimientos de impotencia y reacciones emocionales del tipo de crisis de pánico, paralizantes o de huida.
Cuando el estrés es muy prolongado la o las víctimas se sienten atrapadas e impotentes y fácilmente entra la desesperanza y agotamiento de las defensas.
De los afectados hay dos aspectos a considerar: tipo de personalidad y capacidad de afrontamiento.
Presentan mayor riesgo ancianos, niños, enfermos mentales o portadores de enfermedades crónicas y las mujeres consideradas como un grupo vulnerable, que en situaciones de crisis soportan la mayor responsabilidad en el cuidado y mantenimiento de la estabilidad familiar.
También se dan factores mixtos, por ejemplo una mujer anciana y una enferma crónica.
Aunque los desastres no escogen víctimas, los pobres suelen llevar las peores consecuencias y hay que estar atentos en proveerles todo tipo de ayuda.
Necesitamos especialistas en salud mental realizando intervención comunitaria preventiva en personas con trastornos de ansiedad, pánico, depresión, estrés postraumático y abuso de sustancias tóxicas.
Es tiempo de “unir muchos vigores dispersos”.
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