“Donde terminan las leyes, empieza la tiranía”. John Locke, filósofo político inglés (1632-1704), cuyos sabios principios aplica el gobierno de los Estados Unidos de América.
La divina precisión con que Dios creó el mundo no fue más que producto del orden, y una de las pruebas teológicas de la existencia de Dios es precisamente el orden que reina en el universo. La misma tierra y el hombre necesitan vivir en orden para su bienestar y felicidad. Todo lo que es desorden engendra incomodidad, hastío, injusticia, malestar profundo y por ende, infelicidad.
Para guardar el orden social, económico y político, los hombres diseñaron, hace siglos, una especie de Contrato Social, que ha venido evolucionando a través del tiempo, para que hubiera un ente regulador, un dirigente, un gobierno, que impusiera el orden con leyes humanas, inspiradas en las leyes divinas y por lo tanto, que la humanidad ya no viviera con la ley de la selva, sin brújula, a la deriva, con la ley del más fuerte, del más taimado, del más bribón.
A nivel personal y colectivo, la disciplina, la seriedad, la puntualidad, la limpieza, la responsabilidad, la honradez, etc. en suma, la ética y la estética de la vida, juegan un papel primordial para guardar el orden, lo cual desafortunadamente, muchos no comprenden y por ello permanecen en la más penosa inopia.
Todas esos valores morales mencionados en nuestro país, Nicaragua, lamentablemente se descuidan en una forma más que deplorable. Ese ejemplo virtuoso que dan los países desarrollados, nunca los imitamos, precisamente por la falta del orden en que apática y de forma displicente vivimos o nos obligan a vivir.
La democracia, por ejemplo, —que inventaron los griegos hace más de 25 siglos—, por definición y etimología, es “el gobierno del pueblo”. Los funcionarios que descuidan la intención o la ley natural de este objetivo primordial, incurren sencillamente en el desorden. Si el pueblo escoge a sus dirigentes, pero luego gobiernan otros por amenazas, engaños o chantajes, esto se llama simplemente desorden, que naturalmente afecta al pueblo entero. Si cada quien de la cúpula presidencial, no cumple con su evidente deber de procurar el bien común y la felicidad colectiva a los gobernados, caemos ineludiblemente en el desorden. El prevaricato, la corrupción y la rapiña es un desorden moral delictuoso, que afecta grave y directamente a los ciudadanos, quienes cumplidamente contribuyen con sus impuestos al erario nacional.
Las leyes humanas se hicieron precisamente para que los ciudadanos de un país tuviesen protección física y material, salud, educación, justicia, libertad y hasta felicidad, es decir, todo lo positivo, el orden, como lo preconizaban los griegos, para que los ciudadanos llevasen una vida “normal” y productiva. Si estos beneficios colectivos no se cumplen, se acarrea indefectiblemente todo lo opuesto y “anormal”: dolor, inestabilidad, pobreza, desigualdad, injusticia, sufrimiento individual y colectivo, todos productos obvios del desorden. Por lo tanto si la Constitución, que es la suprema ley de un país o de una República, no se cumple estrictamente por los altos funcionarios de un país —que son los más obligados a hacerlo—, se incurre palmariamente en el más inicuo desorden, con todas las consecuencias anómalas y perjudiciales ya señaladas, que se extienden a los inermes y temerosos ciudadanos con mentalidad conformista y acomodaticia.
Los sujetos que se aprovechan de esta cívica y crónica debilidad, tienen una clara vocación totalitaria para mantener un absoluto dominio sobre el pueblo, ignorando las sabias leyes de causa y efecto de la naturaleza, que tarde o temprano les alcanzarán. Si Dios no castiga por los pecados graves, faltas u omisiones humanas, la naturaleza se encarga inexorablemente de hacerlo.
Cuando el poder no está en el pueblo, surge el desorden y sus consecuencias: Ausencia del Estado de Derecho, pérdida de todas las libertades cívicas y constitucionales de los ciudadanos, surgiendo como reacción estallidos sociales, rebeliones, revoluciones, guerras civiles, internacionales y mundiales que han diezmado a millones de seres humanos.
“La democracia es el peor sistema de Gobierno que existe, con excepción de los demás”.
La historia ha demostrado claramente la veracidad de esta humorística aserción del eximio estadista Winston Churchill.
Los países más avanzados del mundo respetan y se han plegado acertadamente a la democracia, en un proceso que ha durado siglos. Para poderlos imitar, cabe sospechar, que nosotros necesitaremos también siglos. ¡Qué lástima! El autor es ingeniero
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