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Malabar con cactus

No se mueve. Resiste sobre el páramo un cactus que puede llamarse Ofelia, Romilda, Oneyda o Virginia. Un cactus que, luego de haber superado su epopeya de quebrantamientos asoleados, resurge con retoños libres y con crestas verditiernas de empeñoso coraje vegetal. Noche verde que se hace gris. Crecimiento de púas, límites, defensas. Se trata de un procedimiento cuadro por cuadro de adaptación y modificación de la escena y del escenario.

Ezequiel D’León

No se mueve. Resiste sobre el páramo un cactus que puede llamarse Ofelia, Romilda, Oneyda o Virginia. Un cactus que, luego de haber superado su epopeya de quebrantamientos asoleados, resurge con retoños libres y con crestas verditiernas de empeñoso coraje vegetal. Noche verde que se hace gris. Crecimiento de púas, límites, defensas. Se trata de un procedimiento cuadro por cuadro de adaptación y modificación de la escena y del escenario.

La soledad convertida en monumento de resequedad profunda, en plena reciprocidad con el vacío del universo. Como el nopal que resguardó al águila. El nopal que resguardó el mensaje y el  relevo de generaciones para las guerras floridas. Una planta que es antena de vibraciones tenues.

Y ella, esta que es ella, le habla al cactus. Y ella le puso nombre de mujer y le celebra su danza estéril de frutos intangibles. El cactus siente su voz, le acompaña en el renacer más utópico de una mañana de corredores solariegos. El día avanza con su rueda de neones oscuros. El cactus se pierde en todo el laberinto del ojo. El ojo hace su historia.

Agua y sol, ojo que lo ve y lo cuida y lo ama: desintoxicantes de los lomos del cactus… Agua, sol, aire: reanudan su triangulación aguda. El ojo ve las puyas y perfila su textura punzante. El cactus abandona lo viejo, crece por dentro, se explaya en ramajes espinosos. El cactus se perdona su lentitud de yema, el cactus reacomoda un valor de cayos y experiencias.

Otra vez: verde noche en que la brisa retoña, retoñan las manos, retoña el pecho de nuevas gamas de vida. Todo es ritmo de retoños.

Si este cactus fuera testigo de tantas noches en que se habla de un olvido humano y sencillo, cotidiano, un café con canela, pues, una plática a medias tras el grito del alcaraván. Se hace fundir lo cotidiano con el cactus más íntimo del pánico y este animal que súbito da la hora. Y ella es paz sobre sus espinas. Ella le habla al cactus, lo dijimos ya. Una figura alterada del cactus se proyecta en el charco de la rana. La rana brinca bronca. El jardín es un estadio de juegos. El cactus asoma. El alcaraván acompasa su quietud de alas.

Todas las cosas palpitan. Piedras. Sillas. Jardín. Muros. Todo esconde un milagro sereno cosechado en silencios. Un olor de cactus en flor anuncia el mediodía más blanco del mundo.

Cultura Ezequiel D’León Malabar con cactus archivo

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