Desde el verde roce de una voz amante, la poesía se engendra a sí misma, se hace nacer como flor de musgo sobre el muro. La poesía es música verbal que se refugia en las palabras. La poesía brota del pecho, insondable, lírica y se edifica en signos de epifanía. La poesía es también banal cosa, cotidiana dicha.
Unas manos que baten un tiste son acaso un poema hecho carne viva, aún no escrito, pero alzado en la liviandad del horizonte que muere en su lejano sol.
Un carretón que sube hacia el mercado es un poema que chirría y recorre su rumbo de solitario trajín. Una mano que mueve un peón sobre el tablero. Una arruga sonriente en la frente del vendedor de periódicos.
Un niño dragón en un semáforo, poema cruel. La poesía socorre la necesidad imperiosa de expresar la lluvia de emociones que se atascan. El cuerpo habla y es un verso echado. El cuerpo es un símbolo doloroso del alma.
Hay versos que esperan a un lector que aparezca, de repente, entre la última brisa del invierno y la noche sin sueño de la vida. Una mujer escribe poesía con su sonrisa mineral, mientras el tierno dolor de un desamor se enrosca en su vientre.
La poesía habita en el agua de un lago de piel sudorosa. La poesía es oscura luminosidad en un pantano de secretos.
La poesía simplemente es, se desdobla en las calles, en las rutinas sueltas de las calles rotas. Un yo fragmentado intenta ubicarse al centro, anclarse en un eje del poema que es yacimiento vivificado de la escritura.
La poesía, así de tan inútil, dice muchas veces poco, pero marcha libre como conejo silvestre y en esa su libertad de viento es que ayuda al ser humano a redescubrirse o reinventarse o perderse.
Fatal descubrimiento, la poesía sana toda herida con el tiempo, hurgándola primero con dolores de parto, cicatrizándola con savia de voluntad y vida.
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